8 dic 2010

Corazón de Hielo (2)

Sé que me he retrasado en la publicación de la segunda parte de esta leyenda, pero su longitud me obligó en su día a recopilarla en dos papiros diferentes y como suele ocurrir con estas cosas, se pierden si no se tiene un control.
Mi extensa biblioteca y mi falta de tiempo, así como otras Leyendas que han llegado a mis oídos, han retrasado la publicación de el desenlace de El Corazón de Hielo.
Estoy seguro que a nadie le dejará indiferente...



Por primera vez en su vida, sentía. Se sentía pletórico. Había descubierto algo que se le había negado por nacimiento y que el resto de la gente podía experimentar.

A pesar de ello, el doctor le había recomendado que tuviese más cuidado que nunca en las cosas de su vida diaria, pues su corazón necesitaba unas semanas para recuperarse.

Pero Everest no aguantaba más.

Salía todos los días a pasear por el mismo parque, dejándose caer por el mismo parque y observando furtivo la orilla en la que había visto a aquella joven.

Le asaltaban continuamente visiones de aquellos ojos de color incierto pero de brillo celestial, que a él se le antojaban irreales.

La primavera ya estaba en su apogeo cuando Everest se empezó a dar por vencido. No había manera de encontrar a aquella joven. Nadie la conocía por su mera descripción física

Sus amigos le animaban a seguir intentándolo con otras mujeres. Si una ya le hizo sentir algo, quién sabe si alguna otra también.

Sus padres le insistían en que abandonase la búsqueda. Si le había hecho daño sólo el mirarla, a saber qué podía pasarle si se acercaban más. Además, el verano se aproximaba cada vez más deprisa y no debía dejar que el calor le afectase a su débil corazón.

Everest se sentía confundido y deprimido.

Parecía que nada ni nadie estaba por la labor de ayudarle, hasta que regresó a hablar con el doctor.

-Dices que ninguna otra mujer te hace sentir ni una pizca de lo que sentiste con aquella chica de la orilla del lago. ¿Es así?

-Exacto. Estoy seguro que es por algo especial. Y no me venga con historias de mi corazón… me refiero a algo de “ella”.

El doctor se frotó la frente mientras intentaba discurrir.

-Veamos… creo que ya lo tengo. Dices que tiene que ser algo de “ella”… bien, pues yo creo que es algo que tenéis ambos. Es posible… remotamente, ojo, pero podría ser que ella también tuviese algún tipo de defecto interno que al reaccionar con el tuyo, te llevó a tener ese shock.

-Doctor, por favor, explíquese. ¿Qué quiere decir exactamente?

-Que ella tiene un corazón como el tuyo.


*_*_*




Everest corría por todas partes.

Paraba a la gente, preguntaba, incluso puso un par de anuncios en el periódico con la descripción de la chica pero… nada.

Nadie la conocía. Ni había visto a una chica así.

Muchísimo menos conocían a una chica con un corazón vulnerable o diferente.

Por otra parte, la salud de Everest cada día iba a peor.

Sus amigos y familiares se lo hacían notar: que estaba más pálido, más delgado, que necesitaba descanso y que con el calor que estaba haciendo, bien le valdría marcharse a la casa en la montaña a pasar el verano.


Él también lo podía sentir, pero no decía nada. Su única obsesión era encontrar a la chica misteriosa por la que había perdido la cabeza y parte de su salud. La única que había conseguido agrietar su corazón.


Ya era Junio. Everest nunca había visto la ciudad, las calles, en verano. Era todo muy diferente. La gente parecía más amigable, más feliz. Todo relucía bajo la calidez del sol.

Calidez…

Esa sensación le provocaba pequeñas punzadas en su corazón escarchado. Entre cada latido, notaba cómo su fina capa de escarcha se hacía cada vez más frágil.

Como un último esfuerzo, Everest quiso asegurarse de que ya no la iba a encontrar y pensó que el último mejor lugar para mirar otra vez era el parque donde pasó todo.

Así, a duras penas, el joven se encaminó al parque en cuestión. En algunos momentos se imaginó a sí mismo como un viejito que necesitaba cachaba para caminar y que iba al parque a dar de comer a los patos y otras aves como única compañía.

Con el corazón palpitando acelerado por la emoción de volver a encontrársela, fue hacia la orilla del lago en donde se produjo el incidente semanas atrás.

En el fondo, no le produjo mayor sorpresa. Ni su corazón sufrió nada por el estilo.

La chica no se encontraba en la orilla.

¡Ya se lo decían sus padres! ¡Ya se lo decían todos!: Eso era como perseguir una quimera. Un imposible. Probablemente aquel encuentro ni tan siquiera se hubiese producido nunca.

Everest se quedó estático, contemplando aquel trozo de orilla entre los árboles y la luz del sol, como intentando evocar de nuevo la mágica visión de aquella joven que le hizo desfallecer.

Estaba claro. No la iba a encontrar.

Suspiró largamente. Dejando escapar en su aliento las últimas esperanzas de encontrar aquello que tanto temía y ansiaba a la vez.

Se dio media vuelta, pensando en marchar para la casa en la montaña cuando, de repente, chocó de bruces con alguien.

Ese alguien debía de andar también despistado, porque cayó al suelo con un leve quejido.

No había sido nada, solo un despiste por ambos. Desde luego, todo aquel incidente le había hecho perder facultades, tenía que reposar y descansar cuanto antes.

Se arrodilló para ayudar a la persona con la que había chocado. Era una joven. Se disculpó, intentó ser amable, pero ella permanecía callada.
Bueno, no había sido descortés, todo el mundo puede ir despistado alguna vez por un parque.

Se fue a despedir de la joven, cuando ésta, le dijo:

-Eres tú…

Entonces Everest tragó saliva. Levantó levemente la vista y la posó con cuidado, temeroso, en los ojos de la chica que acababa de empujar y ayudar a levantarse.

Era ella.

La chica misteriosa.

Inmediatamente, su corazón volvió a quejarse y acto seguido, apartó la vista.

-No por favor, no vuelvas a desvanecerte aquí – le dijo la joven. – Aquella otra vez… me asustaste mucho. Casi me da un vuelco al corazón.

“Pues anda que a mí…” – pensó Everest.

-Oye… me gustaría saber cómo te llamas.

Everest respiró hondo, y aún agachando la cabeza, dijo:

-Everest… ¿y tú?

La chica soltó una leve risita.

-Mi nombre es un poco extraño. Aunque el tuyo también lo es. Pero no te lo diré si no me miras a los ojos.
Everest hizo un pequeño esfuerzo primero, sobrehumano después, para clavar la mirada en los profundos ojos azabache de la chica.

Curiosamente, se olvidó de todos sus problemas. Del calor, del dolor de corazón, del cansancio… de todo. Sólo había sitio en su mente para aquellos ojos. Entonces, ella habló.

-¿Lo ves? No cuesta tanto. Como te había prometido, te lo diré: mi nombre es Telyotil. Es maya, y significa Corazón de Fuego.

Aquello sacó a Everest de su embelesamiento.

-C… ¿cómo…dices?

-Ya te dije que era raro. Telyotil. No te preocupes, todo el mundo piensa igual. Prefiero en todo caso que me llamen Telyo.

Everest sudaba. El médico tenía razón. ¿Sería posible? ¿Habría algo de coincidencia en el nombre de Telyotil? Corazón de fuego había dicho…

Mejor era esperar. Había costado mucho esfuerzo encontrarla para terminar con todo con una pregunta como: “Oye ¿tú tienes un corazón amorfo? Yo también”.

No… debía esperar.

Y menos mal que lo hizo así.

Telyo y Everest quedaban todos los días desde entonces.

Él le invitaba a algunos lugares que le gustaban. Ella hacía exactamente lo mismo.

Ella no contaba mucho de su vida, pero Everest tampoco lo hacía.

Ambos consideraban que a una persona se la conoce por cómo es en realidad, no por lo que hace ni lo que deja de hacer.

Sin embargo, poco a poco, ambos se dieron cuenta de que sus gustos y ambiciones eran totalmente diferentes el uno del otro.

Era curioso.

Él vivía en la montaña durante el verano. Le gustaban el frío y los helados.

Ella tenía una casa junto a una playa y adoraba el sol y el café bien caliente.

Pero no sentían en ningún momento que aquello pudiese entorpecer el profundizar más en su relación.

Se gustaban. Eso estaba claro. Pero a pesar de todo… ¿qué iba mal en todo aquello? No estaban del todo felices el uno con el otro. ¿Qué era lo que les impedía romper esa barrera invisible que les mantenía cerca pero no dejaba de separarles?

Fue Telyo la que dio el primer paso.

-Everest… hay algo que nunca me has contado. ¿Por qué te llamas así?

Everest esbozó una leve sonrisa.

-Es una historia muy aburrida. A mi padre siempre le ha gustado escalar. Fue un gran montañero y claramente, para su primogénito, quiso el nombre de la montaña más alta y grande del mundo.

-Y la más fría. La que se podría decir que es… hielo en su totalidad.

Everest fingió no saber a qué se refería Telyo con eso.

-¿De qué hablas?

-Mira… Everest, no se te da bien mentir. No lo has hecho nunca está claro. Confiésalo y yo… te confesaré otra cosa que llevo tiempo queriendo decirte.

Estaba en un callejón sin salida. Resoplando, se resignó y contó la historia de su nacimiento, de su corazón, de los cuidados especiales, de su incapacidad para sentir… hasta que llegó ella.

Cuando hubo terminado, miró a Telyo.

Ella permanecía callada. Sonriendo.

-Mi nombre no es casual. Me lo pusieron cuando descubrieron que mi corazón es como un copo de llamas. Es difícil de creer también. Pero mi corazón es un ascua ardiente. Por eso, aunque soporto bien el frío, no puedo vivir mucho tiempo en un ambiente frío o mi corazón se sobrecargaría. 

Por fin quedaba claro, lo que ambos habían estado esperando tanto tiempo.

Fue un momento especial. El ambiente se clareó. Como si un velo de calma se posase sobre ellos.

Cuando sus labios se rozaron, en ambos ocurrió un efecto increíble.

El corazón de él empezó a arder y el de ella a helarse.

El velo se rompió. La calma se desvaneció. Todo al traste.

Sus cabezas daban vueltas. La visión del mundo se desvanecía. Sin poder sujetarse, tras separarse sus rostros, todo lo que vieron fue oscuridad.


*_*_*

Everest abrió los ojos. Veía luz. Apenas notaba nada de su cuerpo.

Parpadeó y enfocó lo que parecía ser el techo de algo que ya le sonaba.
Déja ? No, no era así del todo.

Era la sala de un hospital. De nuevo había pasado pero, a su lado, yacía Telyotil en otra camilla.

Resopló. No podía creerlo. ¿Iban a ser incapaces de estar juntos? ¿Era un amor imposible?

Entonces, Telyotil despertó.

-Everest… - dijo con un hilo de voz.- ¿Qué ha pasado?

-Lo más lógico. Nuestros corazones reaccionaron de forma contraria. Somos totalmente opuestos.

-Eso me da igual. Yo… yo te quiero, Everest. ¿Es que estamos obligados a vivir así siempre? ¿Sin amar a nadie más y que la persona que más amamos nos pueda matar?

-Es totalmente injusto. Y por eso desearía arrancarme el corazón del pecho si con eso consigo estar a tu lado…

Pero ambos sabían que aquello era imposible. No podían vivir juntos. Sus vidas estaban condenadas a estar separadas de por vida.

Ambos pensaron eso.

Y a ambos se les ocurrió la misma idea imposible y surgida del amor desesperado que ambos sentían.

Se miraron una vez más. Sus corazones ya no aguantarían más. Se levantaron como pudieron de sus camillas y se aproximaron. Poco a poco. Cada vez más. La idea había cuajado en ambos al mismo tiempo. Eso sólo podía significar que en el fondo, estaban vinculados, por muy diferentes que fueran.
Lucharon contra el dolor que se acumulaba en sus pechos.

Juntaron sus labios. Sus cuerpos. Su alma entera. Ya todo daba igual. Todo les era indiferente. Sólo estaban ellos. El dolor dio paso a una sensación profunda de ingravidez.

Él sintió un ardiente fuego primero y luego, un calor acogedor.

Ella, un frío polar intenso y después, una brisa refrescante.

El Hielo, se convirtió en agua. El Fuego, lo transformó en vapor y en ese vapor, ambos elementos estaban juntos, en una simbiosis perfecta, en su ascenso al cielo.



Everest y Telyotil no podían amar en vida.

Pero eso no les impidó que pudiesen amarse en la muerte.








11 nov 2010

Corazón de hielo

Irremediablemente, llega un momento en la vida de las personas en el que sienten algo por otra que no saben explicar.
Ese sentimiento se ha llamado de muchas maneras, y sitúa el centro de su acción en un lugar en concreto de la fisionomía: el corazón.
Este músculo funciona consantemente, bombea la sangre, nos mantiene con vida, pero a veces desearíamos no tenerlo. Sólo por el dolor que se siente, por la incertidumbre... miles de cosas.

De todas formas, sabemos que es algo inevitable que pase eso. Es parte de su funcionamiento.

Está claro que sin corazón, no se puede vivir. En eso cualquiera estaría de acuerdo. Pero... al igual que hay enfermedades o deformidades de los ojos, la piel, los pulmones, las hay del corazón.

Imaginad por un momento que una de esas afecciones consistiese en no poder sentir nada por otras personas. No en el sentido de no poder relacionarte con los demás, sino de ser incapaz de albergar aquella sensación de la que hablaba antes. Aquella maravillosa sensación que hace sentirte de maravilla unas veces y otras, bueno, otras un poquito mal.

Imaginad por un momento que ese sentimiento pudiese matarte.

¿Te atreverías a continuar sintiendo? ¿O bien te encerrarías en tí mismo?

¿Hasta dónde llegarías?

Esta historia es de las más interesantes que he recopilado en mis andanzas. Para vosotros puede que sea sólo una Leyenda, pero, no olvidéis que todas las leyendas tienen algo de verdad en su interior.

Es la Leyenda de...

El corazón de hielo


Era el día más frío sobre la Tierra.

Nieve. Escarcha. Témpanos de hielo colgando de los techos y terrazas.

Un día en el que nada daba lugar a pensar en la vida, pues todo estaba cubierto por varios metros de espesura blanca.

Pero en medio de aquella ventisca, en un hospital, llegaba al mundo una nueva vida.

La suya iba a ser una vida complicada y llena de limitaciones, pero su historia iba a ser recordada durante siglos.

En el momento en el que el médico fue a examinar al bebé, palpó algo extraño en torno al corazón. Temiendo que fuese una imperfección del parto, pasaron a abrirle inmediatamente y observar qué tenía.

Cuando el quirófano realizó la incisión en el delicado pecho del niño, rozó algo duro. El médico se asustó por un momento, pensando que había realizado mal la incisión, pero al finalizar el corte y abrir, vio algo que lo dejó atónito: al corazón lo rodeaba una gruesa capa de hielo.

Nadie podía explicar tal fenómeno y mucho menos que el recién nacido siguiese vivo.

Tras examinar cuidadosamente el extraño corazón helado, llegaron a la conclusión que precisamente el hielo era lo que mantenía el corazón sujeto en su sitio y que bombease sangre de manera normal.
Pero eso mismo obligaba a que se tuviese una atención extraordinaria en su salud.

A pesar de ello, la madre de aquel niño se propuso cuidarlo independientemente de su discapacidad.

Los requisitos para que el niño sobreviviera eran numerosos y necesitaban del compromiso de toda la familia.

Apenas podía hacer nada de lo que podía hacer una persona normal.

Cuando le bautizaron, le pusieron el único nombre que una persona con un corazón helado podía tener: Everest.

Everest creció como cualquier otro niño, con sus juegos, sus torpezas, sus felicidades y tristezas…
Aunque más de éstas últimas que de las otras.

Cualquiera que le mirase de cerca podía ver en sus ojos azules como un espejo de cristal que no era feliz.
Everest había aprendido a cuidar su salud como le habían enseñado sus padres y su familia, la cual, poco a poco, fue comprendiendo que se trataba de una discapacidad como otra cualquiera.
Pero aún había algo que se le resistía a Everest: la felicidad.

Veía a la gente sonreír, vociferar a carcajadas o trabajando con entusiasmo y alegría en cualquier lugar, pero él era incapaz de sentir ese tipo de satisfacción que le aseguraban que se sentía cuando veían una película en el cine, cuando alguien contaba un chiste o estaban con la gente que más querían.

Lo de tener el corazón de hielo le aportaba ciertas ventajas, como no tener apenas frío nunca. A veces se paseaba en mangas de camisa en pleno invierno.
La constante necesidad de cuidados relacionados con su corazón le acabó por formar una salud férrea y a prueba de enfermedades.
Únicamente en verano lo pasaba un poco peor, pero eso lo arreglaba marchando a una gran casa que sus tíos tenían en la sierra, donde siempre hacía frío.

Pero Everest sentía un gran vacío en su interior y éste crecía a medida que el propio chico lo iba haciendo.

Muchas veces,  algunas amigas suyas reaccionaban de manera rara ante su presencia: se soltaban el pelo, dejaban ver más de lo que estaba permitido enseñar y hablaban de cosas que no le inspiraban la menor sensación. Aunque otros compañeros suyos pensaban que era todo un afortunado, él nunca se supo sentir como tal.
Nada de lo que aquellas chicas hacían le decía nada y él jamás sintió nada parecido a un “duro levantamiento” como le había asegurado un amigo suyo que ocurría cuando alguna mujer actuaba de aquella manera.

Everest no tardó en relacionar todo aquello con su deformidad interior y se sintió muy desgraciado. ¿Es que no había nada que pudiese hacer? ¿Estaba condenado a no sentir nada para siempre?

Ya estaba a punto de tirar la toalla, en plena flor de la vida, cuando, un día de primavera que paseaba por un parque, vio a una dulce joven sentada en la orilla de un estanque. Era raro, pero por su posición, parecía que tenía miedo del agua. 

Everest sintió al verla un extraño golpe a la altura del estómago. Como si algo le hubiese sentado mal. Pero, paradójicamente, le gustó aquella sensación.

Se acercó unos pasos más hacia la muchacha.

Entonces, ella alzó los ojos y las miradas de ambos de entrecruzaron.

En aquel momento, un rugido mudo provocó que el cuerpo entero de Everest se agitase de arriba abajo. Jamás había sentido aquello y ahora, al hacerlo por primera vez, no sabía cómo controlarlo.

Su helado corazón se agrietó levemente, pero fue suficiente para hacerle perder el conocimiento y caer de bruces contra el suelo.

*_*_*

Cuando despertó, se encontraba en la cama de un hospital.

Lo supo porque lo primero que vio fue la cara de un médico que le estaba midiendo la tensión con un pulsímetro.

-¿Qué…me ha ocurrido? – preguntó Everest, con la boca muy seca.

- Te has desmayado mientras paseabas por el parque. Menos mal que te vio todo el mundo y pudieron atenderte pronto. Sino… bueno, esto ya está.

El médico le quitó la banda hinchada del pulsímetro y lo dejó sobre la mesa. Después se quedó mirándolo con cara de preocupación.

-Doctor, ¿ocurre algo?

-Hijo, no te voy a mentir. Tu corazón ha sufrido una violenta sacudida. Todo parece estar bien ahora, pero yo que tú me guardaba de volver a salir de paseo. Empieza a hacer calor.

-Pero… ¿sabe usted que yo tengo un corazón especial?

El doctor sonrió afable.

-Por supuesto. Yo fui quien te lo vio por primera vez. Cuando no eras más que un niño frágil y por quien todos temíamos.

-Entonces sabrá que no ha podido ser por el calor.

El doctor frunció el ceño.

-Hijo, ¿cómo que no ha sido por el calor?

Everest hizo memoria. Recordó que paseaba por la orilla de un estanque y vio… ¿qué vio entonces?

Probablemente lo más bonito que hubiese visto nunca: una joven de cabellos azabache, inclinada de manera temerosa sobre la superficie transparente del agua en la que su rostro dulce y sonrosado se veía reflejado.
Pero lo mejor fueron sus ojos.
Sólo había sido un segundo, pero Everest sintió que aquella mirada jamás se le iba a desprender de la mente.

Ojala fuese así.

Así se lo explicó al doctor, mientras éste asentía levemente con una fina sonrisa en sus labios.

Cuando terminó de describir a la joven, el doctor se acercó a él y le colocó una mano amistosa sobre el hombro.

-Creo que tu corazón de hielo es bastante más débil de lo que pensaba.

Everest se asustó, pero al ver que el doctor seguía sonriendo, preguntó:

-¿A qué se refiere?

-Pues que estás enamorado. 

-CONTINUARÁ-

24 oct 2010

El pacto con la Muerte.



¿Te has preguntado alguna vez qué puede haber más allá de la vida?
Seguro que sí. 
Es algo que está en nuestras mentes de una manera común, una duda guardada en lo más profundo de nuestro ser. 
Pero, la pregunta de qué habrá en la otra vida, conlleva la esperanza de desear no saberlo nunca. 
Es algo contradictorio, pero así somos los seres humanos, pura contradicción y paradoja. 

¿Te imaginas que está en tus manos burlar a la Muerte? ¿Lo intentarías? ¿O te echarías atrás temiendo las consecuencias? 
Pues aquí os traigo la historia de un hombre que tuvo en jaque a la mismísima Muerte,

 Su nombre era Damián...

Envidiaba a los ricos y se imaginaba siempre como uno más de ellos: vistiendo sus lujosas prendas, montando veloces caballos y acudiendo a las fiestas de mayor postín.
Pero también era muy perezoso. Nunca consiguió trabajo y por ello pasaba las tardes tumbado en lo alto de una colina, él solo, mirando al cielo y soñando con una vida mejor. En una de estas veces se dijo en voz alta:

- Vaya aburrimiento de vida. A veces desearía estar muerto.

De repente, una voz salió de la nada y preguntó:

- ¿En serio deseas morir?- era una voz fría y lejana.

Damián quedó petrificado. Allí no había nadie. Nadie podía haber dicho nada. Temblando, se puso de pie y preguntó al aire:

- Q… ¿Quién eres?

- Te he hecho una pregunta. - respondió de nuevo aquella voz de ultratumba - ¿Quieres morir o qué?

Damián se echó a temblar. Haciendo un gran esfuerzo, volvió a preguntar:

- ¿Quién eres? ¿Donde estás?

Por el rabillo del ojo pudo ver cómo aparecía de las sombras una figura encapuchada, toda de negro y de cuyo rostro sólo se podía ver dos pequeñas luces, sus ojos.

- Bueno si tanto te interesa… soy el Dios de la Muerte.

Damián cayó de rodillas al suelo. La Muerte se acercaba a él poco a poco… literalmente.

- ¡Ahh…! ¡Déjame yo no te he llamado- gimió Damián

- ¿Cómo? ¿Acaso no has deseado morir? Yo puedo hacer que mueras… anda ven. – mientras decía esto, en su mano se materializó una enorme guadaña de frío acero.

Damián intentó correr desesperadamente. Pero inexplicablemente, cuando le dio la espalda a la Muerte, ésta ya estaba frente a él.
Damián intentó volver a explicarse.

- ¡Yo no te he llamado! ¡No lo decía en serio! ¿Vale?

La Muerte torció la cabeza encapuchada. No entendía a aquel insignificante humano.

- ¿Ah no? ¿Y a qué viene entonces esa cara?

Ahora era Damián el que estaba desconcertado.

- ¿Cara? ¡Es la que tengo! ¿Qué pasa con mi cara?

- Nada, nada… sólo veo que eres bastante desgraciado. –la Muerte hizo desaparecer la guadaña entre su capa negra- Cuéntame… ¿Qué ocurre?

Damián se calmó un poco y empezó a contarle a la Muerte todos sus problemas y tristezas.

- Entiendo… - dijo la Muerte al terminar Damián - Pues ya que me has hecho venir para nada, es posible que puedas ayudarme al mismo tiempo que te ayudo a ti…

Damián arqueó las cejas.

- ¿Cómo? Explícame.

- Ven. Vas a ver una cosa… - dijo la Muerte alzando sus brazos al aire al mismo tiempo que la colina, el pueblo debajo de ella y el cielo azul desaparecían, y Damián vio una escena que se formaba poco a poco ante sus ojos:

Una casa, una habitación. En ella estaba un hombre en una cama y un par de mujeres sentadas junto a ella.
Entonces la Muerte apareció en el cabecero de la cama aunque nadie pareció advertirlo. A decir verdad, nadie se fijó tampoco en Damián aunque él si podía ver a la gente que allí estaba. Al poco rato, la Muerte desapareció de la cabecera y el hombre exhaló su último aliento. Inmediatamente, la visión desapareció y Damián se encontró de vuelta en la colina, con la Muerte sentada relajadamente bajo un árbol.

Damián iba a preguntarle a la Muerte qué había pasado cuando ésta se le adelantó.

- Has visto a un hombre enfermo. Estaba en las últimas y yo he decidido su suerte. Colocándome en la cabecera de la cama, significa que el hombre muere… si por el contrario me coloco en los pies de la cama, el hombre vivirá.

Damián no comprendía a dónde quería llegar la Muerte con todo aquello.

-¿Adónde quieres llegar con todo esto? No entiendo en qué te puedo ayudar en eso…

- Serás médico. Sólo tú podrás verme y según cómo me coloque, tus pacientes vivirán o morirán. Así de simple.

Damián dudó unos instantes.

- ¿Cómo voy a ser médico si no se nada de medicinas… no tengo nada…?

La Muerte le mandó callar con un dedo huesudo.

- Sólo necesitarás anunciarte como médico. En tus primeras consultas yo te daré las pautas de lo que tienes que hacer. ¿Entendido?

Damián asintió convencido. En el acto, la Muerte desapareció en sus narices. El chico pensaba entonces:

“Bueno, ahora solo tengo que aparentar ser médico… me pagarán por mis falsos remedios y la Muerte hará todo el trabajo. ¡Es genial!”

Damián empezó a anunciarse como médico en el pueblo y al día siguiente ya tenía dos pacientes.
En la primera casa se presentó con sólo un maletín lleno de botes simulando medicinas y otros remedios, aparte de vendas y hierbas supuestamente curativas. Damián no veía a la Muerte, pero la sentía cerca y en ocasiones, ésta le hablaba para darle indicaciones precisas.

La Muerte le iba diciendo cómo tomarle el pulso al paciente, qué debía decir a los familiares y de qué manera.
El primero no era nada grave así que simplemente pidió a la familia un cobro un tanto modesto por un par de cataplasmas. La Muerte no hizo necesidad ni de aparecer.

El segundo paciente ya estaba un tanto peor. Pero siguió el mismo procedimiento que antes. En esta ocasión, la Muerte apareció junto a él en los pies de la cama del enfermo.
Ésta le dijo en su cabeza: "Éste vive. Cobrarás mucho"
Y así lo hizo. Ciertamente el paciente sanó inmediatamente, hasta saltó de la cama de alegría cuando apenas cinco minutos antes estaba sin fuerzas para moverse.
Damián logró una gran suma de dinero por ello y la voz comenzó a correr.

Los sucesivos pacientes a los que iba a visitar sanaban inmediatamente o a los pocos días, y todo después de que la Muerte apareciese a los pies de sus camas.

Damián se hizo famoso en todo el reino y se mudó a la capital, donde compró una casa que le sirvió de consulta. Pero no gastó casi nada en medicinas. No le hacía falta. Cuando quería simular que curaba a alguien, lanzaba polvos de raíces y daba dos palmadas al aire hasta que la Muerte hacía su aparición.
No obstante, la Muerte aparecía alguna vez en la cabecera de la cama, así que después de dar dos palmadas le comunicaba la triste noticia a la familia. Pero ocurrió en muy pocas ocasiones. Las suficientes como para que nadie le tomara por un brujo que siempre sanaba todas las enfermedades.
También cambió su forma de vestir, de hablar y empezó a acudir a reuniones y fiestas privadas organizadas por los más ricos habitantes de la nación.
La vida de Damián había cambiado totalmente gracias a su pacto con la Muerte. ¡Quién lo iba a decir!



Un buen día, Damián, que paseaba cerca del palacio Real, vio a una multitud reunida frente a un cartel enorme.
Abriéndose paso a empujones, consiguió llegar a leerlo.

- Vaya… la princesa está enferma. Se necesita médico para que la cure. Quien lo haga, podrá optar a casarse con ella.

A Damián no le cabía la alegría que experimentó en ese momento. ¡Él sería quien se casase con la princesa!
Era lo suficientemente famoso y rico como para que los Reyes le dejasen atender a la princesa. Seguro que lo conseguiría.

Pidió permiso y se anunció ante el castillo como el famoso médico Damián, que acudía a curar a la princesa.

Todo el mundo escuchaba expectante. Pocos eran los que no conocían a Damián y sus métodos milagrosos de curación.
Los guardias, tras preguntar a los reyes, le dejaron pasar.

Damián fue acompañado por varios soldados hasta el interior de la sala del trono, en la que estaban el Rey y la Reina, claramente angustiados, y la princesa, totalmente pálida, acostada en una lujosa cama, la más grande que Damián había visto nunca.

Se presentó con numerosas inclinaciones y respetos ante los Reyes y comenzó su ritual para curar: Cogió la muñeca de la princesa, echó los polvos por encima de ella y dio dos palmadas.

Esperó.

Y la Muerte no aparecía.

Damián empezó a impacientarse.  El Rey se acercó a preguntarle.

- ¿Ocurre algo? ¿Va todo bien?

- Eh… sí, sí claro. Sólo… espere un momento por favor. - dijo dando otras dos palmadas al aire.

Cuando ya parecía que la Muerte no iba a aparecer su voz apareció en su cabeza.

- "¡Eh! ¡Aquí arriba!"

Damián giró la cabeza hacia la cabecera de la cama y… allí estaba la Muerte, flotando y girando la guadaña entre sus esqueléticas manos. Un sudor frío recorrió su espalda. Susurrando, para que no lo oyeran los demás, le dijo a la Muerte:

- ¡Ah no! Bájate de ahí.

La Muerte negó con la cabeza.

- Lo siento. No puedo.

Damián se puso nervioso. Tenía que curarla como fuese. La princesa debía vivir.

El Rey advirtió su nerviosismo y volvió a preguntarle.

- Por favor… si ocurre algo malo… dínoslo.

Damián tuvo una idea entonces. Podría funcionar. Era su única posibilidad.

- Alteza. Llame a cuatro soldados fuertes. Los necesito.

El Rey, a pesar de no comprender nada, los hizo llamar. Damián se acercó a ellos y les susurró las órdenes.
Los soldados parecieron un poco desconcertados, pero hicieron caso y se movieron hacia los cuatro extremos de la cama de la princesa.

Damián dio dos palmadas y los soldados giraron la enorme cama, de manera que la Muerte quedó colocada sobre los pies de la cama y no sobre la cabecera.

- ¡Aaahh! ¿Qué has hecho? ¡No! ¡Noooo! -  gritó la Muerte, pero acto seguido desapareció.

Inmediatamente, la princesa recuperó el color normal y su respiración se normalizó.
Los Reyes sonrieron.

- ¡Está mejorando! - exclamó la Reina

- ¡Muchísimas gracias Damián! ¡La has curado! Si lo deseas, te ofrecemos su mano.

Damián estaba feliz. Había logrado burlar la norma de la Muerte. Se había comportado como un verdadero médico, buscando la solución a la enfermedad.
Pero entonces, vio a la Muerte llamarle desde detrás de una puerta.

- Psst. Psst. ¡Por aquí! Ven

Damián pidió permiso a los Reyes para marcharse un rato fingiendo que necesitaba ir al baño y fue con la Muerte.

- ¿Qué ocurre, Muerte?

- Calla. Tú sólo sígueme.

La Muerte le guió por larguísimos pasillos, cada vez más oscuros.

- ¿Adónde me llevas?

- ¡Silencio te he dicho!

Damián guardó silencio. Poco a poco, se fue dando cuenta de que los pasillos que estaban recorriendo ya no eran del palacio Real. Eran de piedra negra y muy fríos, iluminados simplemente con una tenue luz. De dónde venía esa luz?

Pronto lo descubrió: Velas. Velas enormes. Cirios largos, pequeños, algunos derretidos, de diferentes colores… pero tenían el tamaño de árboles.

La Muerte continuó guiándole por aquel bosque de velas hasta que se detuvieron frente a dos velas completamente diferentes: Una larga y otra a punto de extinguirse su llama.

- Mira estas velas.

- Son completamente diferentes. ¿Qué es todo esto, Muerte?

- Es el mundo de las Almas. El tamaño de las velas representa la duración de la vida de las personas. Esa tan larga te pertenecía a ti y la otra tan consumida a la princesa…

Damián observó detenidamente y cayó en la cuenta de lo que la Muerte le había dicho.

- ¿Pertenecía? - preguntó dudando

La Muerte emitió algo parecido a una risa.

- Exacto. Como cambiaste de posición la cama… yo he cambiado la vela de la princesa… por la tuya. ¡Jee jeee jee! – su risa sonaba como huesos que chocaban entre sí.

Damián no sabía qué hacer. ¿Qué había hecho la Muerte? ¡Había cambiado su vida, larga, por la de la princesa, a punto de morir!

- ¡Maldito! ¡Me engañaste!

- ¡No! Me engañaste tú. Y yo en tu lugar me ocuparía de evitar que la llama se apagase… jee jee jee. ¡Se te va apagar!

Damián se agachó en frente de la llama consumiéndose. La guardó con entre sus manos evitando que ninguna corriente de aire lo apagase… le quedaba muy poco… ya no había más mecha… se acababa…

Se apagó.

- ¿Lo ves? ¡Se ha apagado!

Y sacando su enorme guadaña, ejecutó un corte limpio sobre la vela más larga. Provocando que ésta cayera con gran estrépito al suelo.

Damián lo comprendió todo. No había salvado a la princesa. La Muerte no había cambiado las velas… simplemente le había engañado, al igual que él había intentado burlar sus normas.

El joven se sintió caer a un pozo sin fondo. A una espiral de oscuridad en la que sólo brillaban los diminutos ojos de la Muerte, y el macabro eco de su ósea carcajada.



7 oct 2010

La Maldición del Barón

Nunca estamos seguros de cómo vamos a ser juzgados por los demás cuando nuestras ambiciones rozan con lo prohibido. Lo que a otros les parece aberrante, a otros se les antoja lo más normal del mundo.
La codicia, el ansia de poder, nos pueden llegar a corromper fácilmente.
El arrepentimiento es la única manera de encontrar una salida cuando nuestros errores se encuentran incontrolables. Redimirse o ser condenado por nosotros mismos.

Éste es el tema de la primera historia que os traigo. La primera historia que conocí y que me encomendaron guardar. Ahora que el juramento ha pasado, la comparto con vosotros. Es la historia de la Maldición del Barón.


Hace mucho tiempo en tierras lejanas y ya olvidadas, gobernaba un sabio Rey, anciano y débil. Como veía que su mandato no iba a durar mucho y nunca tuvo un hijo, le dejó la mayor parte de sus bienes a Lucios Bon Faz, el hijo de su hermano, el Barón más importante del Reino, Arcos Bon Faz. El Rey pensaba que el hijo de Arcos era tan honorable como su padre, mas… cuán equivocado estaba.
Lucios era el hombre más atractivo del reino pero era una persona vil, déspota y cruel con sus vasallos. Siempre estaba metido en líos de faldas y tenía problemas con el juego. Durante años, Lucios hizo lo que le vino en gana con los poderes que se le habían otorgado. Hasta el punto de que utilizaba el mismísimo oro del Rey en sus apuestas de juego y en otros caprichos.

Llegó un día en el que sus galanterías enamoraron a la mismísima hija del Capitán General del ejército. Aquel amor no fue una casualidad. Bon Faz ansiaba desde hacía mucho el poder militar del reino. Después de anunciar su boda, Lucios habló con el Capitán para intentar que le otorgara parte del mandato del ejército. El Capitán conocía de sobra a Bon Faz por su mala fama, así que no le concedió ni un sólo soldado ni caballero de toda la guarnición. “De todas formas,- dijo el Capitán- eso no lo decido yo. Debe ser el Rey quien lo decida.”  Lucios Bon Faz era persona paciente, y decidió esperar a después de la boda. Y aunque Bon Faz hizo todo lo posible por convencer al Capitán, éste nunca cedió.

A raíz de todo esto, el Barón fue preparando un malvado plan como sólo los hombres sin corazón saben. Esperó el tiempo necesario para que el Capitán no sospechara cuáles eran sus intenciones. Y así pasaron dos años.
Lucios tuvo un hijo. A raíz de aquello, todos a su alrededor pudieron ver que cómo su carácter cruel e infame se transformó en uno agradable, incluso él se convirtió en alguien cortés y servicial. Nunca a nadie se le ocurrió pensar que todo era un ardid ingeniosamente trazado. Parecía que todos sus planes de grandeza y usurpación hubieran desaparecido, pero no.
 Un día, el Capitán fue a su casa a cenar con la familia. También acudieron otros cortesanos y los mejores guerreros al servicio del Capitán.  La velada fue fabulosa, a gusto de todos, con bailes y canciones. Los invitados quedaron encantados con el recibimiento que Lucios había tenido con todos. Mientras se iban los invitados, el Barón invitó al Capitán a una copa de su viña especial mientras su mujer acostaba al pequeño. En el momento en el que servía el vino en las copas, puso unas gotas de veneno en la del Capitán y cuando éste bebió, sufrió durante unos segundos espasmos fuertísimos y cayendo al suelo, murió.
Bon Faz sonrió ante el cadáver.
Ahora, por simple jerarquía, el ejército le pertenecería. Avisó a todos sus sirvientes aparentando estar preocupado y asustado. Poco después, uno de sus doctores personales dictaminó la muerte del Capitán por causa desconocida. Bon Faz se había ocupado personalmente de hacer desaparecer cualquier prueba que le pudiera inculpar. Aunque muchos lloraron la pérdida del Capitán, ninguno sospechó nunca del Barón.

El día en el que Lucios se atrevió a pedir el cargo de Capitán del ejército, el sabio Rey sospechó que lo hacía para aprovecharse de los poderes militares. Con lo cual, no cedió a entregarle los títulos al Barón. Fue entonces cuando la ira de Lucios se vio disparada. Juró a sus adentros vengarse de aquella ofensa de cualquier modo.


La ocasión llegó el día en el que había fiesta en el reino y el Rey y la Corte salían a ver el teatro, a dar un paseo por el mercado… Entre toda la multitud allí agolpada estaba el Barón encapuchado y con una flecha tensada ya en el arco. Cuando tuvo al Rey a tiro, soltó la cuerda, la flecha salió disparada al cuello y el soberano murió en el acto. Nadie supo quién había lanzado aquella flecha y nadie vio al Barón huir corriendo despavorido entre la gente. Pero el caso es que su venganza se vio cumplida.

            El reino entero estuvo de luto durante semanas enteras, recordando a su Rey.  Mientras tanto, los mayores regidores después del Rey debatían sobre quién sería el heredero del trono. Entonces, todos pensaron que Bon Faz haría lo posible por hacerse con el mandato del reino, pero sorprendió a todos diciendo: “No, ese no es mi deseo. El Rey habría querido a otro en su lugar. Lo único que pido es el poder militar del reino."
El Barón estuvo por fin satisfecho con su trabajo. Ahora tendría la posibilidad de regir con mano dura a los rebeldes, ladrones y demás chusma que tanto odiaba y que nadie parecía preocupado por eliminar.

Pero una noche, en sueños, le visitó el fantasma de su padre, el buen Arcos Bon Faz. “¿Por qué mataste al Rey y al Capitán? Hijo, me has deshonrado. Estoy horriblemente avergonzado de ti. ¿Tan poca compasión tienes, que ni dejas descansar en paz a tu padre? Gracias a mí has tenido todo lo que posees, ¿y así me lo agradeces? Asesinando, mintiendo y viviendo del pecado.”
Lucios no sabía qué decir. Pero cuando el fantasma de Arcos desapareció, le relevaron los fantasmas del Rey y del Capitán.
“Tú nos mataste. Sufre ahora las consecuencias. Adoras más las cosas materiales que las inmateriales. Y a nosotros nos quitaste lo que más amábamos: la vida. ¡Pues nosotros te quitaremos a ti lo que más adoras! ¡El respeto, el poder, la gloria, tu rostro encantador! ¡Te maldecimos por siempre!”
Lucios quiso gritar. Pero no podía. En los sueños nadie puede gritar. Sólo que aquello  fue un mal sueño. Cuando despertó y se miró al espejo, vio un rostro amorfo, con un ojo lechoso, muerto, no podía andar recto y su piel estaba arrugada y medio podrida.
En cuanto la gente le veía, huía, gritaba… su propia mujer le rechazó inmediatamente, creyendo que aquel monstruo era el asesino que se había llevado a Lucios. Nadie le reconocía. Automáticamente, al que habían proclamado nuevo Rey, dio sus poderes a otros y mandó encarcelar a Lucios.

Desesperado, Lucios rogaba que le soltasen, decía que él era el verdadero Bon Faz, pese a que ese apellido no se parecía a la realidad ya que ahora su rostro estaba completamente amorfo.
Una noche  en la celda, Lucios volvió a soñar con su padre. Pero no parecía enfadado ni con ganas de echarle otra maldición.
- “Hijo mío.  He visto tu sufrimiento. Y sufro contigo. Pero la maldición que vives no puedo remediarla. Deberás seguir con tu aspecto por siempre. Sin embargo, te perdono. Contarás con mi apoyo siempre desde el Otro Lado.”
- “Pero me van a ajusticiar. Dentro de dos días me ahorcarán en la plaza” – contestó Lucios. El buen Arcos Bon Faz meditó unos instantes.
- “Entonces te dejaré huir. Puedes hacer el bien, ¿sabes? Hay mucha gente necesitada por el mundo. Precisamente esos a los que querías erradicar, los ladrones, los mendigos, son los que más necesitan ayuda. Te dejaré libre, pero lo que hagas depende de ti. Adiós hijo, espero que todo te vaya bien.”
Lucios agradeció eternamente aquella muestra de cariño a su padre y volvió a despertar. Sólo que apareció en un bosquecillo, lejos de la cárcel y de la ciudad. Allí encontró una abadía de monjes muy amables que le permitieron vivir y alimentarse pese a su aspecto monstruoso. Se encomendó a Dios cientos de veces y siguió el consejo que los monjes le proporcionaban.
Una mañana, se despidió de todos ellos y fue por muchas aldeas ayudando a la gente, socorriendo enfermos y devolviendo al buen camino a los asesinos y ladrones de aquellos lugares. Los rumores de un hombre encapuchado y con rostro amorfo pero de buen corazón, corrieron rápidamente por todo el reino pero nadie se volvió a acordar de aquel ser que supuestamente había asesinado a Bon Faz.

A mis oídos llegó hace poco esta noticia. Y doy fe de que es cierta, pues yo la recibí de boca del mismísimo Lucios Bon Faz y la completé con información de los monjes que le acogieron.
Recordad siempre esta historia, pues está escrita para aprender de ella. Y si necesitáis consuelo, o estáis perdidos por el mundo, seguramente Bon Faz salga a vuestro encuentro y os dé sabios consejos para continuar con vuestra vida, el tesoro más importante que poseemos todos y cada uno de nosotros.