13 sept 2011

La leyenda del Sol y la Luna



Hace unos meses que me topé con un elfa anciana que decía leer el futuro. Como a mi el futuro poco me interesa, le pedí que me contara cualquier cosa que supiera del pasado. Me valía cualquier tipo de historia, real o ficticia.
La vieja elfa, que era ciega, dudó unos instantes antes de decidirse a contarme una vieja leyenda élfica. Es una leyenda que data del principio de los tiempos, de antes de que surgieran los primeros Elvetris o de que los primeros Demonios llegasen a Eldia.

Por lo que me contó, antiguamente la leyenda formaba parte de un largo poema élfico pero que con el tiempo fue cambiando y haciéndose más sencillo hasta quedarse en un pequeño cuento que solía contarse a los niños pequeños pero que también los elfos adultos valoraban mucho, pues trata los temas más importantes en las vidas de los elfos: las decisiones, el bosque, la veneración por la Luna y el amor por el Sol.

Dice tal que así…


En un principio, existía Silvana.

Silvana estaba destinada a guardar el bosque y a sus habitantes de todo peligro. Algunos la llamaban Madre Naturaleza por sus poderes casi divinos y el amor con el que trataba a todas y cada una de las criaturas que vivían entre la espesura.

Ella simplemente dejaba que los árboles crecieran, que los animales viviesen y se alimentaran, que el aire y la lluvia diese vida a todo lo verde, que, día a día, iba creciendo.

Pero sentía que faltaba algo, algo importante.

Silvana se empezó a dar cuenta de ello cuando, marchando por el bosque, se encontró con un búho real que sollozaba sobre las ramas de un gran arce.

-¡Señor búho! – Llamó ella - ¿Qué mal le ocurre que solloza tan tristemente?

El búho entreabrió sus enormes ojos dorados. Parecía muy triste y cansado.

-Estoy hambriento, mi Señora.

Silvana se extrañó. Pero como quería tanto a todos los habitantes del bosque, quiso preguntarle al búho que qué pasaba, por si podía ayudarle.

-No entiendo, querido amigo de enormes ojos. En el bosque siempre hay alimento para todos. ¿Por qué tú no te alimentas?

El búho volvió a sollozar.

-¡Ese es precisamente mi problema! Precisamente por ser de ojos tan grandes, la claridad no me permite ver bien. En las zonas más frondosas del bosque los ratones y liebres, mis presas favoritas, han huido hacia donde la luz es abundante y allí yo no puedo cazar. ¡Por favor Madre del Bosque, ayúdeme!
Silvana se dio cuenta de repente de que si bien había zonas del bosque por las que jamás se filtraba la luz, en otras los claros abundaban y en ellos todas las presas de las cuales se alimentaban las criaturas predadoras como el búho real.

Pronto la Madre se dio cuenta de que el búho no era el único animal con problemas. Muchos otros seres que vivían de la oscuridad se sentían marginados y tristes porque la luz del cielo les molestaba.

Silvana sabía poco de la luz que siempre alumbraba arriba en el cielo, pero ella sólo quería que sus criaturas viviesen felices.

Por ello, dejó el bosque con la esperanza de encontrar alguna solución en otra parte.

Anduvo y exploró lugares recónditos e inhóspitos del mundo hasta que un día, se encontró con una oscura y profunda cueva. Silvana, sin saber bien por qué, se adentró en la fría caverna.
No esperaba encontrar nada en concreto, pero avanzó con esperanza de hallar una solución a los problemas del bosque.
Tras mucho rato de caminar en la oscuridad, cuando estaba a punto de darse por vencida, pudo vislumbrar algo al final del túnel. Era una luminosidad extraña, como nunca antes había visto. Era brillante, sí, pero al mismo tiempo mantenía el lugar en una oscuridad tenue.
Se fue acercando, temerosa al principio, curiosa después, y se encontró con un profundo lago subterráneo en cuyo fondo se podía ver una enorme esfera de luz blanquecina. Silvana usó su magia ancestral para sacarla del lago y llevar la esfera al exterior. Sus propiedades parecían las idóneas. Aquella esfera irregular y parcialmente agujereada en algunos puntos, emitía una suave luz al mismo tiempo que hacía a todo lo que tocaba con su luz, se oscureciese, como si estuviese tapado por las hojas de un frondoso roble.

Tras observar largamente la esfera, algo vino a su mente: lanzarla hacia el cielo, donde la luz brillante y cegadora reinaba omnipresente.

Silvana se agachó, cogió impulso… ¡y lanzó la esfera hacia el cielo!

Efectivamente, tal y como había pensado, la esfera se quedó enganchada en el cielo y poco a poco cubrió todo con un manto de negrura total. El cielo brillante sólo podía seguir viéndose por pequeños agujeros que atravesaban el espeso y oscuro manto que la esfera había creado.
Sin embargo, la luz de la esfera seguía siendo imponente. Era maravilloso.

Silvana, inmediatamente, quedó enamorada de aquella esfera, a la que llamó Luna. También quiso llamar de alguna manera a los agujeros de luz y los llamó Estrellas.

No solo eso, sino que los seres del bosque que requerían oscuridad por fin podían cazar y los seres que necesitaban luz, de todas formas, también tendrían algo de visibilidad para poder escapar y esconderse.

Todo el mundo era ahora perfecto. La luz no cegaba a nadie, las criaturas vivían felices y el ciclo de la vida se repetía en el bosque sin cesar. El equilibrio estaba situado. Además, la Luna era tan hermosa y las Estrellas tan delicadas y numerosas…

Todo era perfecto y lo fue durante muchos años… hasta que murió el primer enebro asfixiado por las plantas que habían aprendido a adaptarse a la tenue luz de la Luna y a la oscuridad.

Silvana se dio cuenta enseguida de que los grandes árboles de su bosque necesitaban más luz.
Es posible que las criaturas que volaban y las que se arrastraban requiriesen oscuridad, pero si los árboles no sobrevivían con sólo la luz de la Luna, pronto no habría bosque en el que desarrollar la vida.
Silvana se sintió frustrada. Su Luna, su querida Luna, tan perfecta que parecía, no era cálida ni brillante, por lo que los árboles no se alimentaban de su luz. Necesitaba algo diferente. Creía recordar que antes de la Luna había habido algo que sí alimentaba a los árboles además del agua… de hecho, se llegó a cuestionar por qué había puesto a la Luna en el cielo. ¿Qué había antes? Necesitaba saberlo.

Sólo le quedaba una posibilidad, elevar sus plegarias a los Dioses.

Se dice que Silvana era una enviada de los Dioses para supervisar la creación en los primeros momentos del mundo y que por eso podía contar con su protección, pero también ellos habían depositado en ella una gran responsabilidad y el asunto se le había ido de las manos.
Los Dioses no iban a estar contentos.

Efectivamente, tras un mes entero de súplicas, los Dioses atendieron a su llamado. Le devolverían la luz brillante, llamada Sol,  que había antes de que ella colocase a la Luna en su cielo. Pero con varias condiciones:

La primera: que deberían alternarse en ciclos de día y noche, para que toda la creación entrase de nuevo en equilibrio.
La segunda: dado que les había fallado en su misión de salvaguardar el bosque, para evitar futuros desastres, Silvana tendría que elegir a  uno de los dos astros y permanecer junto a él en la bóveda celeste.

Silvana pudo ver que sus días de vida en Eldia estaban contados. Sobre todo sentía el no poder proteger por más tiempo sus queridos bosques.

Aceptó con tristeza las condiciones de los Dioses y vio cómo por el Este se levantó una luz rojiza brillante y cegadora. Era el día.

El Sol relevó así, lentamente, a la Luna en su papel de gran esfera del cielo. Silvana por fin se fijó en lo poderoso que era el Sol, en su calidez, que invitaba a quedarse todo el día bajo las ramas de los sauces, en la vida que transmitía y de la cual se alimentaban todos los seres vivos.

Nuevamente, como habían acordado los Dioses, la Luna relevó al Sol, al igual que había hecho éste antes y se hizo la noche.

Y de pronto, se fijó en que el resplandor frío de la Luna que antes tanto le había enamorado… ya no era lo mismo. Comparado con el Sol, la Luna era como un témpano de hielo.

Y sin embargo, era SU pedazo de hielo en el cielo. Ella lo había encontrado (o puede que hubiese sido al revés, quién sabe) y ella era la que lo había colocado allá arriba.

Decidió esperar otra vez al Sol.

De nuevo en el día, se dejó acariciar por la brisa matutina, el calor del mediodía y la explosión de vida que sufría todo el mundo bajo aquel regalo de los Dioses.

Silvana estaba confusa, no sabía por quién decidirse… hasta que los Dioses le elevaron un ultimátum. Le quedaba un solo día y una sola noche. Después de aquello, los Dioses se encargarían de destruir todo el bosque que ella había erigido si no había  tomado una decisión para entonces.

Silvana quiso romper a llorar. No podía ser… ¡tenía que elegir!

Cuando amaneció, se dispuso a estar más cerca que nunca del Sol. Quería comprenderlo del todo para saber si sería él el elegido. Tras gozar de su calor y su fulgor cegador, Silvana se sintió más amada que nunca. La vida en el bosque florecía brote a brote con cada rayo de Sol que caía a la tierra y lo que sentía el bosque, lo sentía ella también.

A pesar de ello, la guardiana tuvo sus dudas, quería ver de nuevo a la Luna, poder comparar, saber que su elección sería justa y que hacía lo debido.

Por la noche, tras haber despedido al Sol con gran pena en el corazón, se reunió con la Luna. El bosque tenía otra vida por la noche. Si bien no hacía el mismo calor e incluso a ratos hacía mucho frío y la oscuridad no agradaba del todo a Silvana, el reflejo de la Luna en los lagos, riachuelos y los ojos de los animales nocturnos envolvía todo de un aura de magia y misterio que la embargaba.
Mientras experimentaba todo eso, alguna vez cerró los ojos y creyó ver al Sol nuevamente.

Aquello era imposible, pero, volviendo a cerrarlos, veía al Sol. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué no podía quitárselo de la cabeza?

Se apoyó en un gran pino y sintió, a través de su corteza, la sed de luz solar que aquel pino estaba sufriendo. Entonces Silvana lo comprendió: al igual que los árboles acaban necesitando al Sol para crecer, ella también lo acabó necesitando para vivir.

Se encontraba cerca del final de la noche y aún no tenía nada claro.

Elevó el rostro al cielo anhelando una respuesta. Se fijó en las estrellas…  y la Luna se cruzó con su mirada.

Era cierto. La Luna era suya, y ella pertenecía a la Luna. Algo les había unido por accidente y se sentía incapaz de comprenderse a sí misma y a su querido bosque si no hubiese encontrado nunca a la Luna en aquella cueva perdida.

Estaba decidida.

Sabía lo que tenía que hacer.

Cuando amanecía, en el momento en el que Sol y Luna se encuentran en el mismo pedazo de cielo, los Dioses acudieron a ejecutar la sentencia impuesta por la imprudencia de la Guardiana. Una sentencia que tendría que decidir ella misma.

Silvana extendió sus brazos y proclamó a viva voz:

-¡Ante vosotros os presento el fruto de mi trabajo! ¡El bosque y sus habitantes, que son parte de mí, ahora lo son parte de vuestro mundo! Ahora ellos cumplirán vuestros designios pues el ciclo está establecido y el orden, debe permanecer imperturbable, aunque yo no esté.

He tomado una decisión.

Permaneceré en el cielo nocturno, junto a la Luna pero lo haré… de manera que sea semejante al Sol. Lo haré en forma de dos estrellas que serán mis ojos. Así podré estar con los dos, en cuerpo y esencia, al tiempo que vigilo el devenir de mis creaciones.


Así habló Silvana y los Dioses procedieron a cumplir con su deseo.


*_*_*


De esta manera -me dijo la anciana-, la Guardiana pudo estar con la Luna en su cielo oscuro en forma de dos brillantes estrellas llamadas los Ojos de Silvana. Durante el Invierno, destacan en el centro del cielo con gran brillo, aunque, durante el Verano, los Ojos desaparecen, y dicen, que eso es porque la Guardiana escapa a encontrarse con el Sol, aunque no por eso olvide a la Luna, pues en esa misma época, año tras año, cae una lluvia de estrellas, como si fuesen lágrimas de añoranza por su querida Luna, a la que no puede olvidar.

Recuerdo que cuando la elfa dejó de hablar, yo estaba ensimismado. Me había perdido en mi propia mente, imaginándome cómo habría sido aquella guardiana y cuánto habría sufrido por amar, en definitiva, dos cosas tan elementales que son para nosotros como el Sol o la Luna…

-Ten por seguro que no fue fácil su decisión. – me dijo la venerable elfa con una sonrisilla en su arrugada cara.

Casi me sorprendo, pues no había formulado ninguna pregunta, pero como la elfa aseguraba leer el futuro, pensé que podía leer la mente también.

-Tuvo que ser muy duro dejar atrás todo lo que había creado con parte de su ser… incluso pudiéndolo ver desde el cielo.

La elfa volvió a sonreír.

-Bueno, algunos de nosotros aún creemos que como enviada de los dioses que era, seguro que alguna vez que otra baja del cielo para vigilar de cerca a sus criaturas y para dar testimonio de lo que fue su vivencia.

No pude reprimir una risa.

-Sí bueno… pero no son más que leyendas y muy antiguas. Sin duda. Mi trabajo consiste en eso, en recopilar leyendas pero… - fui recogiendo mis cosas y me coloqué el ancho sombrero. Tenía las piernas entumecidas de tanto tiempo sentado en el mismo tronco rugoso y además me había entrado el sueño. – yo no creo que una semidiosa se venga a dar un garbeo cada cierto tiempo por el mundo de los mortales y menos a contarles sus penas, que suficiente tenemos ya con lo nuestro. ¿No le parece?

La elfa me miró con sus ojos vidriosos de ciega. Me estremecí. Por un momento pensé que había faltado al respeto, pero enseguida me sonrió de nuevo.

-Aún así, los cuentos están para ser contados. Y algunos no se pueden contar por si solos.  Y tú deberías saberlo más que nadie, Cronista. Adlain tail. Ve en paz.

Asentí sonriente. Me despedí con una leve inclinación y me dispuse a marchar de vuelta a la posada del pueblo más cercano, una pequeña aldea de tramperos y guardabosques del linde de Árbolfrío.

La anciana vivía en una pequeña casa-árbol semioculta tras la espesura, pero como dije, me la había encontrado por casualidad, mientras me daba un paseo por el bosque. Parecía mentira que una elfa de aspecto tan anciano se mantuviera sola en un lugar como aquel, tan apartado. Y aunque ese lado del bosque no fuese peligroso, no dejaba de estar sola. Como me había picado la curiosidad, una vez en el pueblo, ya de noche, entré en la posada donde tenía alquilada una habitación y me pedí una hidromiel. Allí me encontré por casualidad a un cazador elfo conocido mío, Tarion, con el que compartí la bebida.
En mitad de la conversación, le pregunté sobre la anciana de mas allá de la aldea.

Tarion me miró extrañado.

-¿Una anciana en una casa-árbol?

-Sí. Era ciega y me extrañó mucho que viviese sola. Dijo que podía leer el futuro, pero yo le pedí algo antiguo y me contó un viejo cuento élfico. Seguro que lo conoces, el de Silvana, el Sol y la Luna.

Tarion me miró incrédulo y se echó a reír. Tras pegar un buen trago de su pichel, me agarró del hombro y se acercó mirándome a los ojos.

-Dime que no es verdad.

Ahí me dejó plantado y no supe qué decir.

-Pues sí… sí es verdad. ¿Por qué habría de mentirte?

Tarion asintió como para sí mismo.

-Por lo visto no te ha contado el final de la historia.

-Sí, claro que sí. Que Silvana se queda en el cielo nocturno y que…

-No, no. – me interrumpió súbitamente. – Me refiero al final que dice que Silvana, cada cierto tiempo, no se sabe cuándo, se escapa de su prisión celeste y baja al mundo. Entonces supervisa el bosque y busca a gente que pueda transmitir su historia a los demás, asegurándose de que nadie la olvide. Dicen que lo hace bajo la apariencia de una elfa ciega.

-Sí bueno… algo así me dijo pero la verdad es que esa anciana no parecía…

Me detuve de pronto. Ciega. La elfa era ciega. Era imposible, aunque, por otra parte…

Me levanté rápidamente y corrí hacia fuera, ante el estupor de mi amigo, en dirección a la casa-árbol de la anciana. Me tropecé varias veces y por poco me mato, pero llegué al claro en el que estaba…

Ya no estaba.

Ni anciana, ni casa-árbol ni nada. Miré a mi alrededor y tampoco vi nada.

Entonces alcé la mirada al cielo y pude ver los llamados Ojos de Silvana brillando fuertemente cerca de la luna.

Hoy día puedo jurar que uno de ellos parpadeó claramente mientras miraba, como si la Guardiana me estuviera guiñando un ojo cómplice desde allá arriba.