11 nov 2010

Corazón de hielo

Irremediablemente, llega un momento en la vida de las personas en el que sienten algo por otra que no saben explicar.
Ese sentimiento se ha llamado de muchas maneras, y sitúa el centro de su acción en un lugar en concreto de la fisionomía: el corazón.
Este músculo funciona consantemente, bombea la sangre, nos mantiene con vida, pero a veces desearíamos no tenerlo. Sólo por el dolor que se siente, por la incertidumbre... miles de cosas.

De todas formas, sabemos que es algo inevitable que pase eso. Es parte de su funcionamiento.

Está claro que sin corazón, no se puede vivir. En eso cualquiera estaría de acuerdo. Pero... al igual que hay enfermedades o deformidades de los ojos, la piel, los pulmones, las hay del corazón.

Imaginad por un momento que una de esas afecciones consistiese en no poder sentir nada por otras personas. No en el sentido de no poder relacionarte con los demás, sino de ser incapaz de albergar aquella sensación de la que hablaba antes. Aquella maravillosa sensación que hace sentirte de maravilla unas veces y otras, bueno, otras un poquito mal.

Imaginad por un momento que ese sentimiento pudiese matarte.

¿Te atreverías a continuar sintiendo? ¿O bien te encerrarías en tí mismo?

¿Hasta dónde llegarías?

Esta historia es de las más interesantes que he recopilado en mis andanzas. Para vosotros puede que sea sólo una Leyenda, pero, no olvidéis que todas las leyendas tienen algo de verdad en su interior.

Es la Leyenda de...

El corazón de hielo


Era el día más frío sobre la Tierra.

Nieve. Escarcha. Témpanos de hielo colgando de los techos y terrazas.

Un día en el que nada daba lugar a pensar en la vida, pues todo estaba cubierto por varios metros de espesura blanca.

Pero en medio de aquella ventisca, en un hospital, llegaba al mundo una nueva vida.

La suya iba a ser una vida complicada y llena de limitaciones, pero su historia iba a ser recordada durante siglos.

En el momento en el que el médico fue a examinar al bebé, palpó algo extraño en torno al corazón. Temiendo que fuese una imperfección del parto, pasaron a abrirle inmediatamente y observar qué tenía.

Cuando el quirófano realizó la incisión en el delicado pecho del niño, rozó algo duro. El médico se asustó por un momento, pensando que había realizado mal la incisión, pero al finalizar el corte y abrir, vio algo que lo dejó atónito: al corazón lo rodeaba una gruesa capa de hielo.

Nadie podía explicar tal fenómeno y mucho menos que el recién nacido siguiese vivo.

Tras examinar cuidadosamente el extraño corazón helado, llegaron a la conclusión que precisamente el hielo era lo que mantenía el corazón sujeto en su sitio y que bombease sangre de manera normal.
Pero eso mismo obligaba a que se tuviese una atención extraordinaria en su salud.

A pesar de ello, la madre de aquel niño se propuso cuidarlo independientemente de su discapacidad.

Los requisitos para que el niño sobreviviera eran numerosos y necesitaban del compromiso de toda la familia.

Apenas podía hacer nada de lo que podía hacer una persona normal.

Cuando le bautizaron, le pusieron el único nombre que una persona con un corazón helado podía tener: Everest.

Everest creció como cualquier otro niño, con sus juegos, sus torpezas, sus felicidades y tristezas…
Aunque más de éstas últimas que de las otras.

Cualquiera que le mirase de cerca podía ver en sus ojos azules como un espejo de cristal que no era feliz.
Everest había aprendido a cuidar su salud como le habían enseñado sus padres y su familia, la cual, poco a poco, fue comprendiendo que se trataba de una discapacidad como otra cualquiera.
Pero aún había algo que se le resistía a Everest: la felicidad.

Veía a la gente sonreír, vociferar a carcajadas o trabajando con entusiasmo y alegría en cualquier lugar, pero él era incapaz de sentir ese tipo de satisfacción que le aseguraban que se sentía cuando veían una película en el cine, cuando alguien contaba un chiste o estaban con la gente que más querían.

Lo de tener el corazón de hielo le aportaba ciertas ventajas, como no tener apenas frío nunca. A veces se paseaba en mangas de camisa en pleno invierno.
La constante necesidad de cuidados relacionados con su corazón le acabó por formar una salud férrea y a prueba de enfermedades.
Únicamente en verano lo pasaba un poco peor, pero eso lo arreglaba marchando a una gran casa que sus tíos tenían en la sierra, donde siempre hacía frío.

Pero Everest sentía un gran vacío en su interior y éste crecía a medida que el propio chico lo iba haciendo.

Muchas veces,  algunas amigas suyas reaccionaban de manera rara ante su presencia: se soltaban el pelo, dejaban ver más de lo que estaba permitido enseñar y hablaban de cosas que no le inspiraban la menor sensación. Aunque otros compañeros suyos pensaban que era todo un afortunado, él nunca se supo sentir como tal.
Nada de lo que aquellas chicas hacían le decía nada y él jamás sintió nada parecido a un “duro levantamiento” como le había asegurado un amigo suyo que ocurría cuando alguna mujer actuaba de aquella manera.

Everest no tardó en relacionar todo aquello con su deformidad interior y se sintió muy desgraciado. ¿Es que no había nada que pudiese hacer? ¿Estaba condenado a no sentir nada para siempre?

Ya estaba a punto de tirar la toalla, en plena flor de la vida, cuando, un día de primavera que paseaba por un parque, vio a una dulce joven sentada en la orilla de un estanque. Era raro, pero por su posición, parecía que tenía miedo del agua. 

Everest sintió al verla un extraño golpe a la altura del estómago. Como si algo le hubiese sentado mal. Pero, paradójicamente, le gustó aquella sensación.

Se acercó unos pasos más hacia la muchacha.

Entonces, ella alzó los ojos y las miradas de ambos de entrecruzaron.

En aquel momento, un rugido mudo provocó que el cuerpo entero de Everest se agitase de arriba abajo. Jamás había sentido aquello y ahora, al hacerlo por primera vez, no sabía cómo controlarlo.

Su helado corazón se agrietó levemente, pero fue suficiente para hacerle perder el conocimiento y caer de bruces contra el suelo.

*_*_*

Cuando despertó, se encontraba en la cama de un hospital.

Lo supo porque lo primero que vio fue la cara de un médico que le estaba midiendo la tensión con un pulsímetro.

-¿Qué…me ha ocurrido? – preguntó Everest, con la boca muy seca.

- Te has desmayado mientras paseabas por el parque. Menos mal que te vio todo el mundo y pudieron atenderte pronto. Sino… bueno, esto ya está.

El médico le quitó la banda hinchada del pulsímetro y lo dejó sobre la mesa. Después se quedó mirándolo con cara de preocupación.

-Doctor, ¿ocurre algo?

-Hijo, no te voy a mentir. Tu corazón ha sufrido una violenta sacudida. Todo parece estar bien ahora, pero yo que tú me guardaba de volver a salir de paseo. Empieza a hacer calor.

-Pero… ¿sabe usted que yo tengo un corazón especial?

El doctor sonrió afable.

-Por supuesto. Yo fui quien te lo vio por primera vez. Cuando no eras más que un niño frágil y por quien todos temíamos.

-Entonces sabrá que no ha podido ser por el calor.

El doctor frunció el ceño.

-Hijo, ¿cómo que no ha sido por el calor?

Everest hizo memoria. Recordó que paseaba por la orilla de un estanque y vio… ¿qué vio entonces?

Probablemente lo más bonito que hubiese visto nunca: una joven de cabellos azabache, inclinada de manera temerosa sobre la superficie transparente del agua en la que su rostro dulce y sonrosado se veía reflejado.
Pero lo mejor fueron sus ojos.
Sólo había sido un segundo, pero Everest sintió que aquella mirada jamás se le iba a desprender de la mente.

Ojala fuese así.

Así se lo explicó al doctor, mientras éste asentía levemente con una fina sonrisa en sus labios.

Cuando terminó de describir a la joven, el doctor se acercó a él y le colocó una mano amistosa sobre el hombro.

-Creo que tu corazón de hielo es bastante más débil de lo que pensaba.

Everest se asustó, pero al ver que el doctor seguía sonriendo, preguntó:

-¿A qué se refiere?

-Pues que estás enamorado. 

-CONTINUARÁ-