27 ene 2011

El secreto del pez linterna

De niños, a todos nos gustaba oír historias de piratas. ¿Quién no ha deseado alguna vez vivir aventuras en el mar?¿Quién no se ha imaginado buscando tesoros en islas remotas, bebiendo grog (que no ron) y asaltando barcos?

La vida del pirata es la vida mejor, decía la canción.

A veces me pregunto si los mismos piratas llevaban esa vida porque así lo quisieron o porque no tuvieron más remedio. 
Desde luego, según las historias, nos dan a entender que todo pirata había nacido para ello. 
Algunos, se recordarán por sus fechorías. Otros, por sus audaces travesías. 

Cualquier historia de piratas encierra en sí misma un pequeño tesoro para ser descubierto por aquellos que se atrevan a navegar entre sus secretos. 

Historias, que se convertirían en leyendas.

Secretos, que permanecerían guardados en cofres de tinta y papel.


--El secreto del pez linterna--

 

La niebla se fue posando en el muelle de Puerto Abril a medida que caía la noche. Los barcos allí amarrados, grandes, pequeños, lujosos y cascados, se mecían como cunas de madera al ritmo constante de las olas.
Las siluetas de dos personas se recortaban a la tenue luz de la luna mientras las grandes tablas del puerto crujían a su paso, rápido pero fuerte.
Uno de ellos portaba una lámpara de aceite que llevaba levantada frente a su rostro para alumbrar el camino. La palpitante luz de la llama descubría en él unas facciones rudas en una cara picada de viruelas, unos ojos diminutos y que, al estar entrecerrados, apenas parecía tenerlos.
Su compañero, más pequeño, se hallaba a su derecha y también mantenía los ojos semiabiertos. Estaban intentando vislumbrar algo entre la niebla, que espesaba por momentos.

-No veo nada. –dijo el más grande. – Con esta niebla no vamos a encontrarles.

-Pues la nota decía expresamente que teníamos que buscarles por el puerto. Sigamos. ¡Y alumbra algo más abajo, que yo no veo!

El hombre de la lámpara la bajó un poco a media altura para que su compañero pudiese ver algo mejor, lo cual dejó ver una nariz enorme de la cual su dueño parecía orgulloso, pues la dirigía hacia delante, como si se tratase de una lanza.

Los dos hombres, llegando a la altura del embarcadero 13, mostraban claros signos de indignación. El más grande fue el primero en detenerse.

-Ya nos hemos recorrido casi todo el puerto y aún nada… estoy muy cansado, Phil… vámonos.

Phil se paró un par de metros más adelante y volvió su enorme nariz hacia su compañero con el ceño fruncido.

-Bert, ¿no ves  que puede que estén en el último embarcadero? Venga, vayamos hasta el final, y si no hay nadie, nos vamos para casa.

Bert dio un largo suspiro y siguió a su compañero de cerca. Phil cogió la lámpara y caminó delante apresuradamente.

De pronto, Phil se detuvo. Bert por poco no chocó contra él, aunque sí le empujó sin querer.

-¿Por qué te paras? ¿Qué pasa?

Phil se llevó un largo dedo a los labios y le señaló más adelante con su prominente nariz.

Aunque no estaban seguros por la espesura de la niebla, a pocos metros de donde ellos estaban, se apreciaba una luz titilante.

¿Serían ellos? ¿Los remitentes de aquella misteriosa carta prometiéndoles una oferta que no podrían rechazar?

Bert y Phil se acercaron lentamente, inseguros, pues ellos veían una luz, pero no distinguían a nadie que la sostuviese.

Phil sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda de arriba abajo. De repente, empezó a pensar que quizá no había sido tan buena idea fiarse de un remitente anónimo después de todo.

La luz de su lámpara se apagó, aunque no soplaba ni una gota de viento.
La niebla también pareció disiparse y pudieron ver al dueño de la luz misteriosa. 

Era alto. Mucho más que Bert. Mucho más que nadie que lograsen recordar. Estaba totalmente oculto por una larga y deshilachada capa negra que no dejaba ver nada de su cuerpo. Su cabeza también estaba tapada por una capucha y donde debería haber un rostro, ellos no veían más que oscuridad.

Entonces Phil reparó en que la luz en realidad no provenía de un farol ni tan siquiera de una antorcha. Aquel gigante encapuchado se sujetaba en un bastón casi tan grande como él. En su extremo tenía incrustada una especie de cristal que brillaba como si de fuego se tratase.

El pequeño narigudo temblaba de pies a cabeza. Aquello no estaba bien. Todo su ser le pedía que huyese lejos de aquel lugar, pero al darse la vuelta, se dio de bruces con Bert, que se encontraba pasmado mirando con sus pequeños ojos aquella luz brillante, ignorando por completo la siniestra figura del gigante.

-Mira, Phil. Es tan bonita…

Bert se fue acercando lentamente, ante los inútiles esfuerzos de Phil de detenerle. Intentó disuadirle.

-Bert, por favor… ¡vámonos! Este tipo no parece tener buenas intenciones…

Le intentó parar pero sus manos no lograban abarcar la inmensa tripa de su amigo, por lo que al dar dos pasos más, Bert tiró al suelo a Phil. Únicamente parecía importarle la luz del bastón.

Phil abrió la boca para gritar a su amigo, pero ninguna voz llegó a salir de ella. El gigante estaba atrayendo a Bert cada vez más cerca de él.
Todo fue muy rápido.

El enorme encapuchado se abrió los pliegues de su capa y avanzó rápidamente hacia Bert, el cual seguía avanzando como hipnotizado.

Phil quiso gritar, pero no podía, estaba congelado, totalmente paralizado.

El gigante se abalanzó sobre Bert, cubriéndolo con todo su cuerpo. Empezó por la cabeza y avanzó rápidamente hasta sus pies. A medida que las ropas negras tapaban a Bert, su silueta desaparecía.

Finalmente, pareció que Bert jamás había estado allí. Sólo permanecía el gigante, que se incorporó de nuevo.

¿Dónde había ido Bert? ¿Se lo había tragado el gigante? Pero, ¿cómo?

Entonces Phil, arrodillado en el suelo, supo que él era el siguiente.
Ahí fue cuando gritó. Gritó con toda su alma el nombre de su amigo.

-¡BERT! ¡BERT, NO!

 El gigante avanzó hacia él. Extendió su oscura y negra túnica y… de pronto, un ruido a su derecha. Parecían pasos. Y voces. Alguien venía corriendo.
El gigante ocultó el bastón de luz bajo su capa y salió huyendo como si del mismo viento se tratase.

Phil sintió todas sus fuerzas desvanecerse y perder el sentido justo antes de caer de cara contra el suelo de madera del puerto.


*-*-*


-¡Pardiez! ¡Ya van setenta maravedís con esta! – exclamó Hugo depositando las monedas de plata sobre la mesa con enfado.

-Reconócelo de una vez, Hugo, cualquiera sabe jugar mejor que tú al gresh. –dijo Jacob, el tabernero de la Gaviota Plateada.

-No me calientes, “Jackie”, que la tenemos. – Hugo levantó un puño amenazante – Es sólo que aquí alguien hace trampas.

Se hizo el silencio en la esquina donde ellos estaban.

Unas botas que se encontraban posadas sobre la mesa hicieron crujir el suelo cuando su dueño se puso en pie sobre ellas.

El gresh era un juego de dados muy común entre piratas y gente de mar y el hacer trampas en él se consideraba una deshonra para todo aquel que dedicase su vida a navegar. Si se descubría el engaño, el acusado debía entregar sus dados a aquellos que le hubiesen descubierto. Dado que cada jugador se hacía sus propios dados marcados, era también práctica habitual el acusar sin fundamento para acaparar dados y así obtener diversas formas de juego. En definitiva, ser imbatible al gresh. Lo cual también se consideraba una auténtica desfachatez.

Por esa razón, el dueño de aquellas pesadas botas de cuero se enfrentaba a un acusador, a un mal perdedor, un estorbo para cualquier jugador serio de gresh.

Él era un jugador serio.

Hugo era un mal perdedor y un acusador.

La cosa estaba clara.

A pesar de ello, a Hugo parecía no importarle. Antes de que se le acercase, él ya se había puesto en pie.

-¿Tienes algún problema, Shark? ¿Cómo es posible que llevemos diez partidas y las diez las hayas ganado tres a cero? ¡Nadie es capaz de hacer eso!

Shark le miró fijamente. Hugo era un hombre rudo, pero los años y el ron habían hecho mella en él y frente a Shark parecía un perro viejo. Un perro dispuesto a pegar unas cuantas dentelladas antes de reconocer que se había metido donde no le llamaban.

-Me has acusado sin fundamento, Hugo.

El viejo marinero negó con la cabeza.

-¿Fundamento? ¿Qué más fundamento quieres que hacer algo imposible en diez partidas de gresh consecutivas?

Shark se rascó su arreglada barba mientras miraba hacia el techo con gesto pensativo.

-Sinceramente… no sé que decir… ¿debería darte mis dados y asumir mi derrota?

Hugo rió.

-Jajá jajá. Ni por asomo. Shark, nos conocemos desde hace mucho tiempo, no te voy a pedir tus dados…

-¡Ah, bueno!– exclamó Shark sonriendo y tendiendo su mano a Hugo – Entonces, te perdono, viejo Hugo.

Hugo apartó la mano de Shark sin dejar de sonreír.

-Je, je… sí verás…no te voy a pedir tus dados, no hombre no. Pero… sí voy a exigir que me devuelvas mi dinero. Devuélveme los setenta maravedís de plata y estamos en paz.

En ese instante, el tabernero corrió a refugiarse tras la barra, otros dos espectadores de la partida marcharon al otro extremo de la taberna y el resto de gente detuvo sus conversaciones y bebidas para centrar su atención en lo que estaba a punto de pasar.

Shark dejó de mirar a Hugo. Parecía que se había atragantado con algo. La mano antes tendida en señal de reconciliación se encontraba ahora crispada y con el puño cerrado. Parecía que quería hablar, pero le costaba pronunciar las palabras.

-Dices… que te… devuelva… MI dinero.- dijo Shark entrecortadamente remarcando especialmente el “mi”- ¿Es así?

Hugo frunció el ceño y se acercó más a Shark.

-Ese dinero es poco honrado, y ese no es tu estilo, “tiburón”.

-¿Insinúas que he robado jugando al gresh?

-Para nada. Sólo creo que te has aprovechado de que soy viejo para hacer trampas.

-¿Crees entonces que me aprovecho de la gente débil?

Gotas de sudor corrían por la frente de ambos.

-Para nada, pero ahora me has engañado.

-¿Me estás llamando mentiroso?

La vena de Shark se hinchaba por momentos. Hugo respiraba cada vez más acelerado.

-N… ¡no! Pero es que ahora tú… en fin….

-¡ME ESTÁS LLAMANDO MENTIROSO!

-Oye… Shark yo... no era mi intención.

-¡Y ENCIMA PRETENDES QUE TE DE MI DINERO!

Shark agarró a Hugo por los cuellos de su chaleco y lo alzó por encima de su cabeza.

-¡NADIE INSULTA AL CAPITÁN SHARK!

De todos los presentes aquella tarde en la Gaviota Plateada, ninguno supo decir muy bien cómo pasó todo momentos después de aquella discusión, pero todos coincidirían en que la manera que tuvo Shark de encestar al viejo Hugo en un barril de escabeche  merecía guardarse un sitio entre las historias de Puerto Abril.


*-*-*

La Calle del Mercado de Puerto Abril estaba atestada aquel día. Pero eso a Shark le gustaba mucho. Le encantaba la gente de aquí para allá, los vendedores gritando sus ofertas, los críos jugando entre los puestos de fruta, baratijas…
El Capitán se estaba dirigiendo hacia su barco, el “Big White” cuando un joven le pidió que se detuviese. Era un mensajero.

-¿Alfred Shark?

-Me llamo. ¿Qué tienes para mí, chico?

-Una mensaje para usted, señor.- el chico le tendió un papel y, con un rápido saludo, desapareció entre el gentío del mercado.

Shark desdobló el pequeño trozo de papel y se encontró con una escueta línea escrita: Me encantan las cuberterías de plata, ¿a ti no?

No había firma alguna. Shark miró alrededor intentado descubrir si era una broma de algún conocido suyo pero no encontró ningún rostro conocido a lo largo de la calle y tampoco vio ni rastro del mensajero.
Tenía que haberle preguntado quién le mandaba aquel mensaje tan extraño.

Arrugó el papel y lo tiró al suelo. La gente perdía el tiempo de unas maneras… claro que, al menos, coincidían en gustos. Él mismo poseía una cubertería de plata hecha a mano en su camarote del Big White que había conseguido rescatar de un palacio en ruinas hacía muchos años…

Un segundo… ¿los mismos gustos?... ¡su camarote!

Aunque no fue de gravedad, el Capitán Shark tiró al suelo a un hombre que acarreaba unos pesados fardos de grano al salir disparado en dirección al muelle.


*-*-*


Antes de llegar al embarcadero 24, donde el Big White se hallaba amarrado, Shark aminoró la marcha y encendió todos sus sentidos mientras observaba detenidamente su barco.

Era un antiguo barco mercante que él y su tripulación consiguieron modificar para parecerse a algo más parecido a un barco pirata. El anterior dueño había desaparecido misteriosamente años atrás y su tripulación lo dejó abandonado. Shark, por supuesto, no desaprovechó la oportunidad.

En aquellos días que se encontraban en Puerto Abril, ninguno de los otros marineros se encontraba en el barco, había demasiada diversión dentro y fuera de los muros de la ciudad costera como para quedarse en él. Nadie, salvo alguna persona de mucha confianza, sabía que en un cajón del camarote del capitán había una cubertería de plata casi sin usar.

Y las personas de confianza de Shark se podían contar con los dedos de la mano de un manco.

Subió a borda trepando por el cabo de marras y silenciosamente, se dirigió hacia su camarote.

Como esperaba, la puerta se encontraba abierta. Sabía que tenía que haber instalado una cerradura más fuerte desde hacía tiempo, pero la pereza lo vencía continuamente.

Apoyó su espalda contra la pared de madera, desenfundó su sable y cargó su pistola. Respiró hondo un par de veces.

<< ¡Allá voy!>>  

Y entró hecho una furia dando una patada a la puerta, disparando al techo y berreando insultos por doquier. ¡Cualquiera se habría acobardado ante temeraria entrada!

Cualquiera, salvo quien le estaba esperando.

-Eres TÁN previsible, Alfred… - dijo el intruso, que se encontraba recostado en un cómodo sillón de fieltro y con los pies apoyados sobre el escritorio. 
En una de sus manos jugueteaba con un tenedor plateado y en la otra sujetaba el gatillo de una pistola apuntando directamente hacia Shark.

Por ilógico que pareciese, Shark relajó sus músculos y enfundó sus armas.

-Y tú tan rastrera como siempre, Ann.

La mujer rió con ganas mientras se ponía en pie y guardaba su pistola.

Anna Lynch. Pirata, mercenaria, buscavidas, hacedora de viudas… cualquier nombre podía aplicársele. Y todos valían.

Ann se había criado en Puerto Abril. Sin familia. Sin nadie que la educase debidamente. Pero Ann aprendió por si misma a sobrevivir. Aprendió de la calle y en la calle para más tarde, dar el salto al mar. 

Era una mujer con grandes dotes de convicción y atributos que ningún hombre osaría negar. Ella aprendió a sacar provecho de eso, y con el tiempo, ningún varón se resistía a sus deseos. Ninguno… salvo Shark. 

El misterioso y elegante capitán Shark siempre se mantenía impasible ante sus insinuaciones, pero aquello, más que disuadirla de seguir intentándolo, la motivó aún más. Con el paso del tiempo, Ann y Shark entablaron una relación de conveniencia. Él era un pirata con ideales y con ganas de aventura. Ella una desdichada que iba de barco en barco, de hombre a hombre, buscando algún lugar en el que asentarse. Shark era ideal para ver cumplidos sus deseos de aventuras y viajes, pero también el único hombre que le suponía un verdadero reto. No iba a dejarlo escapar... 

Además, Shark necesitaba continuamente ocultar su pista de las autoridades o encontrar información sobre tesoros enterrados, mapas de islas vírgenes, rutas de barcos mercantes… y Anne era la única capaz de encontrar todo eso sin apenas despeinarse.

Su asociación era de interés mutuo. Aunque siempre se permitían el lujo de gastarse alguna pequeña broma como aquella.

Salieron a cubierta.

Ann se quitó su pañuelo de la cabeza dejando caer sobre los hombros una larga melena rojiza como el fuego.
Shark ignoró el gesto provocador de ella quitándose su gorro de bucanero y encendiendo un poco de tabaco en su pipa tallada a mano.

-Dime, Ann… ¿a qué viene tanta tontería? Tendrás algo para mí, imagino.

Ann sonrío pícara.

-Siempre tengo algo para ti.

Shark entornó los ojos mirándola muy serio mientras soltaba un par de volutas de humo.

-¿Y algo que sirva para toda la tripulación? ¿Tienes?

La chica, en su línea, se sacó un sobre de su escote, apretado como siempre por un corsé de cuero bajo una blanca y ancha camisa cuyas mangas nunca subía más arriba de los hombros.

Se lo entregó con desdén.

El sobre tenía el lacre roto y estaba firmado por un tal P. Morris.

Shark leyó el contenido detenidamente, pero Ann le ahorró parte del trabajo leyendo en voz alta. Aunque Shark no era un inculto, le costaba leer con rapidez. La carta no iba dirigida a nadie en concreto, más bien parecía una petición de ayuda desesperada. Alguien necesitaba un barco y gente valiente para encontrar a un amigo que había desaparecido hacía años… no daba más detalles, pero prometía una gran recompensa.

-Ese tipo, P. Morris, es un personaje un tanto extravagante.- explicaba Ann.

– Puede incluso que te suene la historia de hace unos años… cuando en el muelle número trece ocurrieron unas misteriosas desapariciones. Sólo se oía primero un grito y en cuanto alguien corría para ver qué pasaba, sólo quedaban unos zapatos, un gorro, un arma... pero nunca a la persona que había desaparecido.

Shark asintió, le sonaban esas historias

- Pues bien, en una ocasión, sí apareció alguien, Philip Morris. Aseguraba haber visto cómo su compañero había sido “absorbido” por un ente gigantesco que portaba un bastón luminoso… en fin, delirios, seguramente, pero el caso era que las desapariciones seguían sin resolverse y desde aquel día no volvieron a repetirse. Phil perdió la cabeza, según dicen, y se metió a brujo de vudú para encontrar al espíritu perdido de su amigo… 

Ann sonrió. Le hacía gracia todo lo relacionado con el vudú. 
Patrañas, todo mentiras con las que sacar dinero fácil.

-¿Y qué pasa con Phil ahora? ¿No le sirven sus técnicas vudú que ahora tiene que engañar a una  tripulación entera de gente? – inquirió Shark.

Ann se encogió de hombros.

-Parece que ha enviado cartas como esta a todo aquel con cierta fama entre los casa recompensas. ¿Qué te parece? ¡Soy famosa!

Shark ahogó una risa burlona, lo cual hizo que Ann frunciese el ceño. Le fastidiaba que se rieran de sus habilidades. Y a Shark le encantaba fastidiarla.
Ann golpeó ligeramente con un dedo sobre el pecho del capitán.

-¡Encima que te encuentro algo para que tú y tus bárbaros tengáis entretenimiento! Como quieras… pero que sepas que cualquier otro ha podido adelantársenos mientras charlamos aquí.

Shark puso una mano sobre el hombro desnudo de la joven pirata.

-¿Te quedarás más tranquila si vamos a hablar con ese brujo vudú? Dime, ¿sabes dónde vive?

Ann sonrió satisfecha como una niña pequeña.

-En el Pantano del Sur.

Eso ya no le hacía tanta gracia a Shark.


*-*-*


El Pantano era una lúgubre ciénaga a pocos kilómetros de Puerto Abril. Antiguamente aquello no estaba inundado y era un frondoso y verde bosque. Pero con el tiempo, el mar fue adentrándose entre los árboles y degradando el paisaje, hasta convertirlo en un laberinto de raíces, ramas caídas y árboles podridos que servían de hogar a criminales, brujos, animales peligrosos y toda clase de leyendas misteriosas.

Shark detestaba esa clase de parajes. Sobre todo por los mosquitos.
Al menos Ann conocía el camino.

-No hay mucha gente en Puerto Abril dispuesta a revelar el paradero de nadie que se oculte en este pantano. –Decía Ann mientras sorteaban unos troncos caídos en mitad de una suerte de sendero.- Pero claro… ante un par de favores, todo secreto se revela con gusto.

Esto último lo dijo con una sonrisa de superioridad. A Shark no le apetecía preguntar a qué tipo de favores se refería su socia.

Siguieron avanzando a duras penas por el cenagal durante un buen rato más. La noche había caído rápidamente y Shark se impacientaba, parecía que estaban dando vueltas sin sentido, pero Ann seguía impasible.

Cuando ya parecía que iba a volverse loco con tanto agua en los pies, mosquitos en la cara y sudor por la frente, llegaron a un claro elevado del humedal.
Una especie de tronco enorme que daba la sensación de haber sido cortado por un rayo, se alzaba en lo alto del montículo.
A ambos lados de la entrada hecha con juncos, se erigían dos largas estacas con  calaveras empaladas en ellas y en cuyo interior brillaba una antorcha de brea.

No había duda, era el hogar de un brujo vudú.

Entraron lentamente en el tronco-casa. El interior estaba alumbrado con apenas cuatro velas distribuidas por los rincones y lo poco que veían parecía sucio, mugriento y bajo un olor penetrante que nublaba los sentidos.

De entre las sombras, percibieron un movimiento.

 Era muy pequeño y se apoyaba en una muleta a duras penas. Vestía una larga túnica y se tapaba la cabeza con una capucha que le ocultaba prácticamente todo el rostro, salvo su larga y prominente nariz.

-¿A qué se debe vuestra visita, forasteros? – preguntó con una voz seca y raspada.

Ann se adelantó un paso hacia el pequeño individuo.

-Venimos por lo de su carta. Ha pedido ayuda para encontrar a un amigo que perdió en… extrañas circunstancias. Y nosotros nos ofrecemos a ayudarle.

<<Cuando Ann quiere ser cortés, se le da bastante bien.>> - pensó Shark.

-Y también quieren la recompensa. – Dijo mirándoles con un rostro inexpresivo- ¿O no?

Ann y Shark intercambiaron fugazmente la mirada. Ambos asintieron al unísono.

Aquello pareció complacer al pequeño y narigudo brujo.

-¿Os llamáis…?

Fue Shark quien se adelantó entonces.

-Yo soy Alfred Shark, y ella Anna Lynch. Sabemos lo que le ocurrió hace años a usted y a su amigo.

Aquello pareció sorprenderle.

-Podéis llamarme Phil.

Phil se dirigió cojeando hasta un taburete junto a una larga tabla de madera. Cogió una cerilla y encendió un par de velas y una lámpara de aceite que colgaba de alguna parte del techo. Cruzó los dedos de sus manos y les miró a ambos detenidamente.

-Decís que sabéis lo que ocurrió… - esperó a que asintieran- No tenéis ni idea. No podéis tenerla.- su tono se agravó aún más- Aquel… ser, era de un tamaño descomunal e hizo desaparecer a mi compañero, tan grande como un armario sin dejar ni rastro de él en unos segundos… nos engañó como a moscas… es decir, como a pececitos. Nos atrajo a su luz…la luz del bastón… de no ser porque la guardia estaba sobre aviso aquellos días, yo también habría perecido.

-Por eso quieres rescatar a tu amigo, ¿no?- intervino Ann- Para dejar de sentirte culpable.

Phil la miró con desprecio.

-¿Rescate? Nah… esto es pura venganza. Venganza contra aquellos que se lo llevaron y que me condenaron a que todos me tomasen por un asesino y un loco.

Shark, queriendo cambiar de tema, se interesó por aquello de la luz. Le llamaba la atención todo lo que tuviese que ver con objetos raros y valiosos.

-¿A qué se refería con lo de “la luz del bastón”? ¿Cómo era?

Phil pareció estremecerse.

-No lo sé. Pero Bert, mi amigo, quedó como atrapado por algún efecto. Puede que él no tuviera muchas luces… valga el chiste malo, pero en aquel momento parecía totalmente hipnotizado. – Phil inspiró hondo- Desde aquel día, sabiendo que se trataba de algo de magia negra, me dediqué a indagar en estos mundos del vudú… y descubrí algo que delató a aquellos que secuestraron a toda esa gente, incluido Bert.

-¿Qué descubriste, Phil? – preguntó Ann.

-Peces abisales. – respondió con una sonrisa desdentada.

Shark y Ann se miraron sin comprender. Phil se rascó la frente.

-¡Los peces de las profundidades! ¡Algunos de ellos se sirven de una luz brillante para capturar pececillos incautos que se pierden en la oscuridad!

Shark no entendía nada.

-¿Qué significa eso? ¿Que los peces abisales se llevaron a tu amigo?

Phil le saltó al cuello y con una fuerza impresionante, le acercó a su larga y arrugada nariz.

-¡Es magia oscura!¡Los que se llevaron a Bert y esa otra gente usaron la misma técnica que los peces abisales!

-Pero, ¿con qué fin? – quiso saber Ann.

Phil soltó a Shark y volvió a mostrar su desdentada boca. Ahora daba miedo de verdad.

-Está claro. Para lo mismo que los peces. Para comer.


CONTINUARÁ...