1 sept 2012

Un templario español en Tierra Santa: la última cruzada


Las fuertes olas arremetían contra el casco de la nave "Halcón", mientras sus tripulantes intentaban por todos los medios guardar la calma ante tamaña tormenta.
Llevaban varios días en mitad del mar Mediterráneo y ni el cielo ni las aguas parecían darles un respiro. Para algunos, aquello era un mal presagio. Para otros, una prueba de fe.
Al menos, eso es lo que intentaba transmitirles el sacerdote que iba con ellos.
Entre el estruendo de las enormes olas y el bramido de los truenos, el Padre Olivar se hacía oir por encima de todo aquello.


-¡HERMANOS! ¡DIOS NOS QUIERE PONER A PRUEBA! ¡QUIERE SABER SI SOMOS LOS LIBERTADORES QUE LA TIERRA DE CRISTO TANTO NECESITA! ¡DESEA QUE NOS SOMETAMOS A SU VOLUNTAD! ¡NO QUIERE DÉBILES EN SU LUCHA!


Los marineros hacían lo que podían por mantenerse firmes en sus puestos. Los remeros, muertos de frío y miedo, daban hasta el último aliento de sus cuerpos por seguir cumpliendo su tarea. El sacerdote, mientras, seguía proclamando a voz en grito:


-¡DIOS ES MISERICORDIOSO! ¡PERDONARÁ A AQUELLOS QUE CREAN EN SU PALABRA! ¡CONFIAD EN LA VOLUNTAD DE CRISTO NUESTRO SEÑOR! ¡ELEVAD VUESTRA PLEGARIA Y ÉL, OMNIPOTENTE COMO ES, SABRÁ QUE LE SOIS FIELES!


Inmediatamente, toda la tripulación entonó a una:


"¡Dios, mi señor, consigue con mi espada, que aquellos que te buscan te encuentren. 
Dame fuerza para los desalentados, dame esperanza para los oprimidos, dame misericordia para los arrepentidos, y da tormento a los perversos y ante todo, justicia a los excluidos.!"


El capitán de aquel navío, un joven templario recién ascendido, se mantenía en silencio.

Hacía poco tiempo que era templario, pero el antiguo capitán de aquel barco ya se lo había comunicado en su lecho de muerte:

-Has sido como un hijo para mi, siento que serás mejor marino que yo, pero... pero no te hagas el  héroe en Tierra Santa... allí no hay nada que liberar, no hay ninguna redención que alcanzar. Si algún día desembarcas en aquellas costas recuerda esto: el poder es aquello por lo que en realidad lucha toda esta gente. Cree en lo que quieras, Ricardo, pero recuerda que no es Dios quien da cetros ni reparte muerte en las guerras de los hombres...

Desde aquel día, poco a poco, Ricardo de Flor fue viendo cómo aquel sistema, aquellas promesas del reino de los cielos en el otro lado del mar no eran más que patrañas. Si de verdad Dios estaba junto a todos aquellos nobles guerreros, rufianes desdichados y piadosos clérigos que llegaban a Jerusalén, Ricardo no lograba entender entonces por qué les dejaba morir en la tierra que vio nacer y morir a su propio hijo y sobre la que comenzó todo por lo que luchan sus cientos de fieles.
¿Será posible que ese Alá sea el verdadero Dios?

...

Ricardo desechó de inmediato esa idea. Y volvió a rememorar las palabras de Vessel, su mentor, aquel que le rescató de la miseria y que le dio una oportunidad y un propósito por el que vivir, por falso que éste fuera.
Ese era su auténtico credo. Y rezó en silencio, manteniendo firme el timón de popa y sujetándose con gallardía a él ante la temible tempestad.

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Los últimos informes que llegaron de oriente hacía aproximadamente un mes señalaban que los sarracenos habían asaltado con éxito los puestos avanzados y fortalezas circundantes a la ciudad de San Juan de Acre.
La resistencia cristiana en Tierra Santa agonizaba. Ya no era una guerra por conquistar lo que creían derecho propio, sino una guerra por mantener el orgullo ante el islam y salvar los tesoros saqueados por doquier. La última cruzada acudía como el ataque a la desesperada de una bestia agonizante como era el cristianismo en oriente en aquel momento. La última esperanza para todos los planes del papado y los reinos cristianos de conseguir la liberación eterna.

Y entre aquellos últimos enviados, los restos de un ejército nunca formalizado pero sí imperturbable ante las amenazas, convencidos de que hacían lo correcto, entre aquellos últimos reservistas de la mayor arma de la humanidad jamás conocida (la fe) estaba Ricardo de Flor. De heredero de nobles a pícaro pordiosero, a marinero y de ahí, a templario. Y uno de los que más reconocimiento pudo tener en los últimos años en los que duraron las Cruzadas. La historia cuenta que pasó algo así:

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El navío "Halcón", capitaneado por el joven Ricardo, llegó a Tierra Santa en el año 1291, junto a otras naves que llegaban a cuentagotas desde todos los puertos del Mediterráneo. Desembarcaron en la última ciudad asegurada por los templarios que quedaba: San Juan de Acre.
La situación era terrible. Cientos de personas se abalanzaban sobre los recién llegados. Algunos elevaban alabanzas por su venida. Otros les proferían maldiciones. Otros les suplicaban y rogaban que les dejaran sus barcos para huir en ellos.

Nada mas contactar con el capitán templario designado en aquella zona, Ricardo de Flor y su compañía de más de cien hombres (algunos, templarios, otros, meros mercenarios) recibieron todo tipo de detalles sobre la situación... la cual no era ni medianamente alentadora.

Los infieles se encontraban a pocos días de la ciudad. Ya habían atacado con anterioridad, pero lo reducido de sus ataques desveló que no se trataban más que de tanteos a sus defensas. Con la llegada de los refuerzos de Ricardo, los enemigos podrían no esperarse una resistencia mayor y enviar todavía pequeñas fuerzas de asalto fácilmente rechazables.

Ricardo, con gran atrevimiento, preguntó al Capitán de Acre:

-Señor, la defensa de Acre puede prolongarse durante meses sí, pero una vez que el enemigo afianze todas las rutas en el interior, sólo nos quedará el mar para recibir suministros. Y por lo que veo, sólo contamos con una nave aparte de las otras cuatro que trajimos nosotros.

-Así es, Don Ricardo. Ya habíamos pensado en ello. El barco que ven es de unos hermanos templarios asentados en Chipre que nos envían todo lo necesario cada semana.

-¿Y si consiguen atravesar nuestras defensas?

El Capitán se quedó callado unos instantes. Ambos sostuvieron la mirada en aquel intervalo, pero fue Ricardo quien habló de nuevo:

-No hay planes de huida, ¿verdad?

-Siento tener que pedirle esto, Don Ricardo, pero sus barcos tendrán una misión secundaria que Dios quiera que no tengan que cumplir: deberán llevar a todos los que puedan salvar si las murallas se ven sobrepasadas a un lugar seguro. Preferiblemente el puerto de Limassol, en Chipre. En caso de tener que huir precipitadamente, deberán seguir las indicaciones de Sir Remington, el hermano templario que capitanea la nave chipriota.

Dadas las instrucciones claramente, no les quedó más que situarse en sus puestos y esperar. Esperar lo inevitable.

Al décimo día de su llegada, los vigías avistaron a un explorador a caballo atravesando la planicie que se extendía frente a ellos. Parecía más un mensajero que un explorador por lo acelerado de su paso, pero aquella semana no aconteció nada especial.

Tuvo que pasar un mes para que ocurriese algo realmente remarcable en Acre.

Un rápido contingente de soldados a caballo llegaron en plena noche ante las puertas de la ciudad amurallada. Muchos fueron acribillados por la lluvia de flechas antes incluso de aproximarse, pero unos pocos consiguieron llegar ante las primeras defensas que se situaban al pie de la fortaleza. No consiguieron mucho y según los soldados, no debió de sobrevivir ninguno.

¿Seguían tanteándoles de esa manera a esas alturas?

Pero pronto, aquel esporádico ataque nocturno se multiplicó por diez en frecuencia y fiereza. Con el paso de los días, la fortaleza de Acre se rodeaba de cadáveres sarracenos y cristianos, aunque en su interior se mantenían a salvo, los nervios de los templarios estaban a flor de piel.

Al sexto mes de su llegada, Ricardo de Flor ya no tenía ninguna duda de que los sarracenos no tenían otra intención que desgastar sus fuerzas de forma lenta y prolongada hasta que se rindieran... o huyeran. La abundante población civil se arremolinaba ante cada mercenario o soldado que veían pasar. Estaban desesperados, ya nadie quería permanecer en aquel lugar claramente olvidado por Dios. No llegaban más refuerzos, a pesar de que recibían suministros desde Chipre, no eran ni suficientemente abundantes ni frecuentes. La catástrofe se podía prever fácilmente. El único que no parecía querer verla era el capitán de la guardia templaria, quien aún mantenía la esperanza de que llegara una última fuerza templaria con hombres y armamento de sobra para poder salir de la ciudad y plantar cara al ejército sarraceno, asentado en las montañas de alrededor.

Ricardo no podía esperar más. Acre iba a caer, y quería estar preparado para cuando llegara aquel momento. Sabía qué era lo que aquellos hombres valoraban más. Los ricos, nobles y saqueadores que había n llegado allí. Lo que su maestro Vessel le había enseñado era verdad. Él demostraría a todos que las promesas por las que habían ido allí no eran más que falsedades que pretendían ocultar la verdad.

Eligió buen momento para pensar en todo aquello, pues aquella misma tarde el ejército sarraceno se presentó en toda su magnificencia ocupando todo el horizonte visible desde las murallas de Acre.
Era el ultimátum a aquella ciudad. No iban a dejar nada ni nadie con vida.

Rápidamente, Ricardo dio la orden a sus hombres que ya habían acordado. Una vez que se pusieron en marcha, él unicamente esperó junto al capitán de Acre. Aguardando sus órdenes.

Tras unos minutos de contemplar (con plausible terror, pero con estoicismo) el avance del implacable ejército infiel, el capitán de Acre se dirigió a Ricardo, totalmente apesadumbrado:

-Don Ricardo. Tenías razón al sospechar de nuestra seguridad. La ciudad no puede soportar tamaña fuerza arrolladora. Tus naves... tendremos que evacuar la ciudad en tus naves.

-Por supuesto.

El capitán respiró aliviado.

-Pues pongámonos en marcha...

-Hay un problema, capitán.-dijo Ricardo de improviso.

-¿Cómo? ¿Qué problema?

-No puedo llevar a todo el mundo en mis naves, señor. Me es imposible. Así que, como todo en esta Tierra que se considera más sagrado son el poder y las riquezas, me temo que habré de pedirles aquello que en realidad más valoran.

El capitán de Acre no podía creer lo que estaba oyendo.

-¿Cómo dice?

-Señor, - prosiguió Ricardo, totalmente sereno. - La misión que se nos impuso al venir aquí fue la de ganarnos el Reino de Dios. Curiosamente, durante mis años como Templario y mis meses aquí recluido, he aprendido más sobre lo que es realmente ese Reino de Dios que antes de ingresar en la Orden.
Todo son patrañas, mi señor. La guerra santa no es mas que un dulce servido en bandeja de plata a los reinos cristianos por la Iglesia para que éstos dejaran de matarse unos a otros en su propio terreno. Colocando a Cristo de por medio, nos han hecho creer que el dulce sabor de la guerra era nuestro cometido, evitar que los infieles se hicieran con él... pero resulta que el dulce es una excsusa a su vez. Lo que todo el mundo quiere es la bandeja de valiosa plata. Si ya de paso tiene que pelearse por un dulce, que sea contra los infieles... ¿verdad?
Dígame, ahora capitán. ¿Donde está Dios en todo esto? Yo, sinceramente no lo veo y dado que mi cometido desde que entré a formar parte de todo este circo fue conseguir la gloria que le fue arrebatada a mi familia, pienso cumplirlo con todas sus consecuencias.

-Está usted loco si piensa que...

-Quiere morir a manos de los sarracenos, ¿es eso? - se situó cara a cara con el capitán, sosteniéndole la mirada, llena de confusión y culpabilidad- ¿O prefiere vivir?

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La gente se agolpaba en torno al muelle. Apenas quedaba una hora para que toda la fuerza sarracena irrumpiera en Acre y arrasara con todo.

Tal y como había previsto Ricardo, aquellos que intuirían el desastre, se habían acercado al puerto con intención de subirse a los barcos allí amarrados y huir, pero se encontraron con que las naves templarias, entre las que se incluía la nave chipriota de Sir Remington. Únicamente se hallaba cerca de la costa (y con la pasarela subida) el "Halcón".

Cuando Ricardo llegó ante su nave, sus hombres le cubrieron y él alzó la voz para hacerse oír entre los gritos de protesta de los cientos de personas allí reunidas.

-¡Sé que tenéis miedo! ¡Sé que queréis huir! Pero la vida en esta Tierra de Dios tiene un precio. Y no es un precio simbólico de fe. Es uno real. Todos veníais buscando o bien la gloria o bien el perdón de Dios. Bien, pues yo os digo, que aquí no encontraréis nada de eso. Bueno, puede que algo sí encontréis: si queréis de verdad que Dios os perdone por vuestros pecados, debéis comprar vuestra vida con aquella riqueza que hayáis hecho en esta tierra. Robada, o trabajada, da igual. Todo por lo que habéis venido aquí era falso. No vale la pena discutir por ello ahora.
Depositad en estos arcones vuestras pertenencias. Os prometo que devolveré la mitad de todo ello cuando lleguemos a tierra, en Chipre. Una vez allí, podréis rehacer vuestras vidas.

Se elevó un fuerte griterío por parte de aquellos que apenas poseían nada, pero todos comprendieron que Ricardo hablaba con razón y verdad en sus labios. Habían estado cegados por la codicia y la soberbia y se habían dejado manejar por intereses que a ninguno de ellos les concernía en realidad.

Debían abandonar aquel lugar cuanto antes.

Los más razonables pero más ricos, no dudaron en depositar alhajas, ropajes caros y joyas en las arcas. Los siguientes fueron los mercenarios y otros soldados, que dejaron como señal sus armas y armaduras.
Los mas miserables o bien los que  valoraban demasiado su vida como para sacrificarla ante los infieles, se quedaron en tierra, en silencio, acudiendo a las murallas para entregarse a un último suspiro guerrero y desesperado.

Ricardo contó casi un centenar de personas las que había conseguido salvar. Todos grandes personajes ricos que sabrían inventarse sus historias sobre cómo defendieron Acre hasta el último momento hasta que les pudieron las fuerzas.

Lo que pocos se imaginaban, era que, una vez llegados a Chipre y desembarcada la tripulación de refugiados, Ricardo, junto con unos pocos de sus hombres, volvieron a soltar amarras rápidamente y antes de que nadie pudiera reaccionar, se marcharon con viento a favor junto con todas las pertenencias de aquellos que habían vendido todo por lo que habían luchado a cambio de su vida.

Aquello no pasó desapercibido para Sir Remington, que informó inmediatamente a sus superiores, quienes pusieron en búsqueda y captura a Ricardo de Flor, además de eliminarle del cuadro de honor de la Orden y de cualquiera de sus privilegios.

En cuanto puso un pie en un puerto francés, todos los caballeros templarios que pudieron reconocer la nave y a sus hombres, ordenaron la eliminación de todo distintivo de la orden en ella y la incautación de aquellos bienes incautados indebidamente. Aquello supuso un revés para los planes de Ricardo de refundar la Casa de su padre, pero por fortuna, dado que Vessel le hizo propietario del barco "El Halcón" antes de recomendarle a sus superiores para ingresar en la Orden, ésta no podía arrebatárselo, por lo que no tuvo otra que regresar allí donde había comenzado todo: al puerto de Barcelona. Con lo que pudo evitar que se llevaran, contrató a unos mercenarios y así pudo llevar la nave hasta la ciudad condal.

No pasó mucho tiempo hasta que le reconocieron a él y a su nave. Por lo visto, las historias de Tierra Santa se distribuían por el Mediterráneo con pronta facilidad. Allí, en Barcelona, fue requerido por el mismísmo Re y de Aragón: Federico II de Sicilia, para comandar las fuerzas militares especiales con las que acudir a la conquista de Valencia, ocupada hacía años por los moros.

Ricardo no tuvo más opción que hacer de líder y comandar la lucha contra los infieles... una vez más.




La historia no cuenta si realmente lo hizo con deseos de guerrerar o símplemente por resignación, recordando las palabras de su maestro Vessel: de que Dios ni colocaba cetros, ni repartía muerte en las guerras de los hombres