25 nov 2012

Perlas de sabiduría oriental

Para leer estas líneas que hoy os traigo, primero pausad el reproductor de música aleatoria del borde derecho del blog. La música me parece siempre un factor importantísimo a la hora de ambientar, sumergirse en la lectura y apreciar una historia de una manera mucho más profunda y esta vez, las historias que os traigo requieren que cambiemos un poco el aire musical.
Ahora, si tenéis en algún lugar de vuestra casa, encended un palito de esos de incienso aromático.
Una vez tengáis el olor del incienso impregnando vuestra habitación o lugar de lectura favorito, dejad que suene esta música.
Ahora sí, procedemos al acto de leer en un clima totalmente apropiado para lo que nos vamos a encontrar:



El jornalero y el monje

Un joven jornalero tuvo en una ocasión la mala suerte de compartir habitación en una posada con un viejo monje que hablaba sin cesar, desde la caía del sol hasta la primera luz del día, de asuntos de filosofía y ciencia. El monje estaba aburrido de hablar solo así que propuso un desafío de ingenio.

El jornalero no tenía interés en poner a prueba su ingenio contra el monje, por muy alta que fuera la apuesta. Entonces, el monje le ofreció empezar con ventaja: "Te daré cincuenta monedas de oro por cada pregunta tuya que no sepa responder, si tú me das cinco monedas de oro por cada respuesta que tú no sepas".

Este aceptó.

"¡Muy bien!", exclamó el monje. Se afanó en pensar una pregunta que supusiera un desafío para el jornalero, pero lo bastante simple como para que el juego no perdiera el interés. "¿Cómo medirías el volumen de un objeto de forma irregular?", le preguntó con un brillo en los ojos.

Sin siquiera tomarse la molestia de pensárselo, el jornalero le entregó al monje cinco monedas de oro.

El monje se quedó decepcionado, pero se preparó para el desafío del jornalero.

Para prepararse para su turno, el jornalero se sumió en profundos pensamientos. Por fin, preguntó: "¿Qué tiene el corazón de un tigre, la sabiduría de un águila y la fuerza de un buey?"

Entusiasmado con el acertijo, el monje se puso en pie y comenzó a pasearse por la habitación. Permaneció en silencio durante seis horas, mientras reflexionaba sobre la adivinanza del jornalero. Pronto se cansó y, al final, la furia y el desdén inundaron su rostro. "¡En fin, me rindo!", sollozó agitando los brazos. Sacó su bolsita de monedas a regañadientes y contó quinientas preciosas piezas de oro para el jornalero. El campesino aceptó satisfecho las ganancias.

El monje miró a su compañero. "¡Bien!", dijo finalmente. "¿Cuál es la respuesta a tu acertijo?"

En silencio, el jornalero le dio al monje cinco monedas de oro.



El General y el Mercader

Hace mucho tiempo, un general del Ejército Imperial esperaba en la Gran Muralla la llegada del enemigo. Un joven mercader ambulante se aproximó para dejar sus provisiones y le preguntó al general si creía que la batalla iría bien.

"Si la fortuna nos favorece, venceremos", respondió el general.

Era un tema que el mercader conocía muy bien. "¡La fortuna es muy caprichosa! ¿Cómo sabes que estará de tu lado?", preguntó
El general se sacó una moneda del bolsillo. "¡Veamos por dónde sopla el viento!", dijo mientras lanzaba la moneda al aire. "Si sale cara, nuestras defensas resistirán. Si sale cruz, traspasarán el muro". Muchos de sus hombres se arremolinaron alrededor para presenciar el desenlace, y empujaban ansiosos para ver la moneda aterrizar. Rebotó, giró y por fin se detuvo. ¡Cara! Resonaron los vítores.

Al día siguiente se libró la batalla. Los defensores resistieron al invasor. Aun en inferioridad de treinta contra uno, los defensores se erigieron victoriosos.

El mercader se quedó impresionado por la confianza y la buena fortuna del general. "¡Te has jugado la moral de tus hombres!", dijo. "¿Cómo podías estar tan seguro?".

El general sonrió y se sacó la moneda del bolsillo, para que el mercader pudiera inspeccionarla. Los dos lados eran cara. "Según mi experiencia, podemos labrarnos nuestra propia suerte", respondió.



El señor de la guerra y el monje

En cierta ocasión, un señor de la guerra mongol se volvió lo bastante poderoso para amenazar a todo El Bosque de Maolan.

"¡Destruiré el imperio!", proclamó ante las puertas del Templo del Dragón. "Y los vuestros volveréis a dedicaros a servir."

Desde las almenas se escuchó la voz de un solo monje: "¿A cuántos soldados traes para retarnos?".

"¡Traigo un ejército de cien hombres!", desafió orgulloso el señor de la guerra.

"Pues tras esos muros tenemos quinientos", dijo el monje, confiado.

El ejército mongol se inquietó y comenzó a cuestionar a su líder. Al final, sus corazones se llenaron de dudas y todo el ejército huyó.

¡El señor de la guerra estaba furioso! Abandonó el templo y buscó a sus aliados. Tras largas discusiones, amenazas, promesas y oraciones, el caudillo volvió a reunir a su ejército.

Ante las puertas del Templo del Dragón, el señor de la guerra gritó: "Traigo a seiscientos mongoles para desafiar a tus míseros quinientos defensores".

Desde las almenas se escuchó a un solo monje. "¿No habíamos mencionado que cada uno de nuestros monjes tiene un dragón adulto que se alimenta de mongoles? Siempre están hambrientos".

Como respuesta, el ejército volvió a disolverse, dudando de su determinación y escondiéndose en el interior de la región.

¡El señor de la guerra estaba furioso de nuevo! Intentó volver a reunir a sus tropas. Pasaron muchos años, pero volvió, y esta vez con una legión de mongoles y leones Rui Shi y armas robadas de las tumbas de antiguos emperadores


"¡Arrodillaos, suplicantes!", gritó el señor de la guerra. "Traigo mil hombres y quinientos leones a vuestras puertas. Tengo armas mágicas y poderes oscuros que invocar."

Desde las almenas se escuchó la voz de un solo monje: "¿Y ya habéis encontrado a nuestro espía? Es de lo más listo".

En ese momento, los soldados comenzaron a mirarse los unos a los otros. Todos sospechaban que alguien podía ser un traidor o un espía. Entre ellos no existía la confianza, solo la fuerza y la agresividad.

La guerra se desató ante el templo cuando los mongoles comenzaron a matarse entre sí, liberando toda la fuerza de las dudas, el temor, el odio, la violencia y la desesperación.

Cuando el humo se disipó, solo quedaba el señor de la guerra ante las puertas. Había matado a muchos de sus antiguos aliados, y se quedó sin amigos que le ayudaran a reclamar el trono.

Del templo salió un solo monje que observó la escena de la batalla y se dispuso a limpiar el desastre.

"¿Dónde está tu ejército?", preguntó el señor de la guerra.

"Lo has traído contigo", le dijo el monje con una sonrisa. "Amigo, si vas a asestar el primer golpe, ya has perdido".