6 jul 2012

Un templario español en Tierra Santa: el inicio


-Puerto de Barcelona, 1274-

La mañana se presentaba en el puerto como otra cualquiera: pescadores que comenzaban su faena, aparejadores llevando tablas, cuerdas y herramientas de un lado a otro, vendedores que abrían sus tenderetes disponiendo la mercancía a vista de todos… y soldados. Cientos de hombres armados se disponían a embarcar en grandes navíos con deslumbrantes cruces rojas tintadas en sus velas.
Eran las cruzadas: la lucha contra los infieles en Tierra Santa hacía su llamamiento a todo aquel capaz de empuñar un arma y morir, con tal de expiar sus pecados.

Los Templarios habían adquirido especial importancia conforme pasaron los años del conflicto. Pasaron de ser monjes guerreros, a consolidar un auténtico poder militar en toda Europa y parte de Tierra Santa.

Muchos eran hijos de nobles o herederos de grandes fortunas… pero la guerra requería fuerza bruta, carne con la que alimentar las espadas sarracenas y sangre con la que bañar los desiertos en torno a Jerusalén. Esa función la cumplirían aquellos pobres desdichados que creían, fervientemente, que su sacrificio los expurgaría de sus faltas y se convertirían en héroes terrenales.

Allí, en mitad del trajín del puerto de Barcelona, un joven harapiento soñaba con embarcar algún día en una de las naves templarias. Observaba a todos los nuevos reclutas día sí y día también. Los que más equipaje llevaran o mejor armadura luciesen, daba por supuesto que pertenecían a la nobleza. Por otro lado, estaban los que portaban fardos ligeros, o apenas nada a la espalda, y, con suerte, una espada reforjada a partir de restos de hierro y otras piezas metálicas. Nadie podía enrolarse en un barco templario si no llevaba, al menos, un arma propia, y los más pobres se las ingeniaban como podían para fabricarse una espada, una maza o cualquier otro elemento cortante o contundente que los templarios pudiesen dar por válido.

El chico no poseía nada más que una daga, arrebatada a un borracho desmayado en las traseras de una taberna hacía unos meses. Unas botas remendadas, una camisa de esparto, unos pantalones que en algún momento habrían sido parte de un saco para guardar legumbres, pero, la posesión más valiosa de todas era una que llevaba siempre consigo, para recordarse quién era en realidad: una insignia de su familia, el escudo de su padre: Ricardo Blume, halconero real del emperador Federico II. La medalla, ya desgastada por los años, mostraba una flor enmarcada en una enredadera. Él habría sido un miembro de la alta nobleza… de no ser por la guerra. Aquella estúpida guerra de la cual conocía pocos detalles, pero que le valió el despojo de todos sus bienes ante los vencedores. Por suerte, él pudo escapar siendo muy niño y supo arreglárselas con algo de oro que pudo sustraer de la casa en la que vivía. Sacó su medalla del pliegue de la bota en la que la guardaba y la vio una última vez antes de guardarla. Mirarla le producía una extraña sensación de seguridad en todo lo que hacía.

Ahora ya no era un niño. Sabía de sobra que su herencia había desaparecido junto con los ejércitos del emperador. Y allí, en el puerto de Barcelona, tras años viendo embarcarse a multitudes hacia una nueva vida, él también quería cambiar. Pero necesitaba a alguien que pudiese introducirle en aquel mundo. Él sólo, un pícaro desheredado y vagabundo no tenía ninguna oportunidad. ¿Qué podía hacer?

Paseó por entre la multitud observando las diferentes galeras. Unas ya habían visto unas cuantas batallas a juzgar por sus remaches y la madera descascarillada, pero otras parecían recién salidas del astillero, nuevas, relucientes y orgullosas.

Todas tenían grabado, en la parte alta de la proa, un nombre que decía mucho del capitán del barco o del país al que pertenecía su tripulación: El Florín, Vírgen de la Mar, Punta de Lanza, El Halcón… un momento, ¿Halcón? Aquel nombre le recordó nuevamente a su padre. Se fijó en que aquella galera, además del nombre, su proa terminaba en un elegante halcón con las alas extendidas tallado en madera. Algo decía que él debía pertenecer a ese barco, a su gente…

-¡Eh, tú, chico! – alguien le llamó la atención desde el otro lado del muelle. – Tengo algo que ofrecerte… ¡Ven aquí, ¿quieres?!

Aunque receloso, se aproximó adonde estaba aquel hombre. Estaban junto a otros tres fornidos, parecían todos mercenarios, ¿podrían ser parte de la tripulación de El Halcón?

-¿Qué, te gustan los barcos? – le preguntó uno de ellos.

No supo qué responder. Pero asintió con la cabeza.

-¿Y las cosas brillantes? – le preguntó otro por su izquierda.

-Hemos visto que te has guardado algo brillante en tu bota… ¿nos lo enseñas?

Quiso echar a correr, pero ya era demasiado tarde. Le agarraron por los hombros y le cortaron el paso haciendo un círculo en torno a él. Eran demasiado grandes como para zafarse de ellos fácilmente. Había sido una estupidez sacar la medalla de su familia en mitad del puerto a plena luz del día.

-¡Quítale la bota! – dijo el que le había llamado al principio.

Le agarraron con más fuerza todavía y le taparon la boca para que no pudiera gritar. Cogieron la bota y rebuscaron entre sus pliegues la ansiada medallita.

-¡Vamos vamos! – apremió otro mirando alrededor. La gente aún no se había inmutado que le estaban robando a un pobre chico.

La encontraron antes de lo que esperaba. La medalla con la flor y las enredaderas. Los cuatro hombres miraron sonrientes aquel premio y, por lo visto, comprendieron de qué se trataba.

-¡Este chico es un noble!

-¡Seguro que tiene riquezas!

-¡Y tierras!

-¿Y por qué anda casi desnudo?

-Seguro que se escapó de casa…

-¿Y si lo han desheredado?

Sus elucubraciones duraron demasiado tiempo. Alguien se acercó a ellos y carraspeó sonoramente para llamar su atención. Los ladrones se volvieron hacia aquel impertinente furiosamente, con el chico todavía bien agarrado por pies y manos.
Su expresión de pocos amigos palideció inmediatamente cuando vieron al que había osado acercarse: era un caballero templario.

No un mercenario ni siquiera un joven rico que se enrolaba a sus filas por fama y riquezas, no. Un auténtico templario ataviado con la capa blanca, el tabardo con la cruz roja, cota de malla y espada a medio desenvainar.

-Disculpen, pero creo que se me ha perdido algo, un chico un tanto despistado y sucio… ¡oh! vaya, veo que ya lo han encontrado, y lo tienen bien sujeto, ¿eh? Sí, suele correr mucho. – dijo, señalando al joven apresado. - ¿Pueden devolvérmelo? Si no lo hacen por mí, háganlo por la Orden del Temple. –Endureció su expresión, tornándose ligeramente más amenazadora- Espero que sepan ser comprensivos.

Los matones de puerto dejaron caer al suelo al chiquillo. En cuanto dieron la espalda al caballero templario, huyeron puerto abajo.

No podía creer que le hubiese salvado un auténtico templario. Él sólo, con su voz imponente y su pulso firme…

El caballero se agachó para ayudarle. Era un hombre maduro, curtido en batallas, con barba y pelo poblado de canas y mechones grises, pero que todavía poseía la gallardía y la energía de quien en su interior todavía se sabe joven y capaz.

-Ey, chico, ¿estas bien?

Él asintió, calzándose la bota de nuevo. Maldijo para sus adentros. Aquellos bribones se habían llevado finalmente su insignia familiar.

-¿Cómo te llamas? – volvió a preguntar el templario

Tragó saliva. Hacía mucho que no le preguntaban su nombre. No podía dar su auténtico apellido de Blume, así que recurrió a su ingenio.

-Ricardo. Ricardo de Flor.

-A mi puedes llamarme Vessel, de la nave El Halcón – dijo, señalando la galera amarrada a pocos metros. Sonrió ligeramente y miró firmemente a Ricardo a los ojos – No me engañas con ese apellido de “Flor”, Ricardo. Sé bien de donde venís. Tú y tu insignia.

De pronto, Ricardo se dio cuenta de que ya no tenía la medalla por ningún sitio.

-Se la llevaron, yo… yo ya no tengo nada de mi familia.

-Tranquilo. – Le puso una mano en el hombro – Yo también sufrí las calamidades de aquella guerra, hasta que ingresé en la Orden. Desde entonces, mi vida tiene sentido, merece la pena. ¿Querrías que la tuya cambiase? –dirigió su mirada hacia el gentío que se agolpaba en el mercado portuario- ¿O prefieres vértelas de nuevo con esos tipos?

Ricardo abrió mucho los ojos. Parecía imposible. ¿De verdad? ¿Aquel hombre, Vessel, hablaba en serio?

-Si quieres subir a mi barco, -prosiguió el templario- deberás dirigirte a mí como Capitán y dejar tu vida en manos de los Caballeros Templarios – le dijo mientras se incorporaba.

Vessel se dirigió a la escala que daba acceso al barco.

-¿Y bien?

Ricardo no pudo pensárselo ni un segundo. Lo tenía totalmente claro.

-¡Sí mi señor! – respondió con una inusitada seriedad.

Fue corriendo a subir por la pasarela, pero Vessel le cortaba el paso, con el ceño fruncido. Ricardo se dio cuenta de su error.

-¡Sí, mi capitán!

El rostro de Vessel se relajó, asintió y dejó pasar a Ricardo.

Ricardo de Flor.

Su leyenda acababa de empezar.