24 oct 2010

El pacto con la Muerte.



¿Te has preguntado alguna vez qué puede haber más allá de la vida?
Seguro que sí. 
Es algo que está en nuestras mentes de una manera común, una duda guardada en lo más profundo de nuestro ser. 
Pero, la pregunta de qué habrá en la otra vida, conlleva la esperanza de desear no saberlo nunca. 
Es algo contradictorio, pero así somos los seres humanos, pura contradicción y paradoja. 

¿Te imaginas que está en tus manos burlar a la Muerte? ¿Lo intentarías? ¿O te echarías atrás temiendo las consecuencias? 
Pues aquí os traigo la historia de un hombre que tuvo en jaque a la mismísima Muerte,

 Su nombre era Damián...

Envidiaba a los ricos y se imaginaba siempre como uno más de ellos: vistiendo sus lujosas prendas, montando veloces caballos y acudiendo a las fiestas de mayor postín.
Pero también era muy perezoso. Nunca consiguió trabajo y por ello pasaba las tardes tumbado en lo alto de una colina, él solo, mirando al cielo y soñando con una vida mejor. En una de estas veces se dijo en voz alta:

- Vaya aburrimiento de vida. A veces desearía estar muerto.

De repente, una voz salió de la nada y preguntó:

- ¿En serio deseas morir?- era una voz fría y lejana.

Damián quedó petrificado. Allí no había nadie. Nadie podía haber dicho nada. Temblando, se puso de pie y preguntó al aire:

- Q… ¿Quién eres?

- Te he hecho una pregunta. - respondió de nuevo aquella voz de ultratumba - ¿Quieres morir o qué?

Damián se echó a temblar. Haciendo un gran esfuerzo, volvió a preguntar:

- ¿Quién eres? ¿Donde estás?

Por el rabillo del ojo pudo ver cómo aparecía de las sombras una figura encapuchada, toda de negro y de cuyo rostro sólo se podía ver dos pequeñas luces, sus ojos.

- Bueno si tanto te interesa… soy el Dios de la Muerte.

Damián cayó de rodillas al suelo. La Muerte se acercaba a él poco a poco… literalmente.

- ¡Ahh…! ¡Déjame yo no te he llamado- gimió Damián

- ¿Cómo? ¿Acaso no has deseado morir? Yo puedo hacer que mueras… anda ven. – mientras decía esto, en su mano se materializó una enorme guadaña de frío acero.

Damián intentó correr desesperadamente. Pero inexplicablemente, cuando le dio la espalda a la Muerte, ésta ya estaba frente a él.
Damián intentó volver a explicarse.

- ¡Yo no te he llamado! ¡No lo decía en serio! ¿Vale?

La Muerte torció la cabeza encapuchada. No entendía a aquel insignificante humano.

- ¿Ah no? ¿Y a qué viene entonces esa cara?

Ahora era Damián el que estaba desconcertado.

- ¿Cara? ¡Es la que tengo! ¿Qué pasa con mi cara?

- Nada, nada… sólo veo que eres bastante desgraciado. –la Muerte hizo desaparecer la guadaña entre su capa negra- Cuéntame… ¿Qué ocurre?

Damián se calmó un poco y empezó a contarle a la Muerte todos sus problemas y tristezas.

- Entiendo… - dijo la Muerte al terminar Damián - Pues ya que me has hecho venir para nada, es posible que puedas ayudarme al mismo tiempo que te ayudo a ti…

Damián arqueó las cejas.

- ¿Cómo? Explícame.

- Ven. Vas a ver una cosa… - dijo la Muerte alzando sus brazos al aire al mismo tiempo que la colina, el pueblo debajo de ella y el cielo azul desaparecían, y Damián vio una escena que se formaba poco a poco ante sus ojos:

Una casa, una habitación. En ella estaba un hombre en una cama y un par de mujeres sentadas junto a ella.
Entonces la Muerte apareció en el cabecero de la cama aunque nadie pareció advertirlo. A decir verdad, nadie se fijó tampoco en Damián aunque él si podía ver a la gente que allí estaba. Al poco rato, la Muerte desapareció de la cabecera y el hombre exhaló su último aliento. Inmediatamente, la visión desapareció y Damián se encontró de vuelta en la colina, con la Muerte sentada relajadamente bajo un árbol.

Damián iba a preguntarle a la Muerte qué había pasado cuando ésta se le adelantó.

- Has visto a un hombre enfermo. Estaba en las últimas y yo he decidido su suerte. Colocándome en la cabecera de la cama, significa que el hombre muere… si por el contrario me coloco en los pies de la cama, el hombre vivirá.

Damián no comprendía a dónde quería llegar la Muerte con todo aquello.

-¿Adónde quieres llegar con todo esto? No entiendo en qué te puedo ayudar en eso…

- Serás médico. Sólo tú podrás verme y según cómo me coloque, tus pacientes vivirán o morirán. Así de simple.

Damián dudó unos instantes.

- ¿Cómo voy a ser médico si no se nada de medicinas… no tengo nada…?

La Muerte le mandó callar con un dedo huesudo.

- Sólo necesitarás anunciarte como médico. En tus primeras consultas yo te daré las pautas de lo que tienes que hacer. ¿Entendido?

Damián asintió convencido. En el acto, la Muerte desapareció en sus narices. El chico pensaba entonces:

“Bueno, ahora solo tengo que aparentar ser médico… me pagarán por mis falsos remedios y la Muerte hará todo el trabajo. ¡Es genial!”

Damián empezó a anunciarse como médico en el pueblo y al día siguiente ya tenía dos pacientes.
En la primera casa se presentó con sólo un maletín lleno de botes simulando medicinas y otros remedios, aparte de vendas y hierbas supuestamente curativas. Damián no veía a la Muerte, pero la sentía cerca y en ocasiones, ésta le hablaba para darle indicaciones precisas.

La Muerte le iba diciendo cómo tomarle el pulso al paciente, qué debía decir a los familiares y de qué manera.
El primero no era nada grave así que simplemente pidió a la familia un cobro un tanto modesto por un par de cataplasmas. La Muerte no hizo necesidad ni de aparecer.

El segundo paciente ya estaba un tanto peor. Pero siguió el mismo procedimiento que antes. En esta ocasión, la Muerte apareció junto a él en los pies de la cama del enfermo.
Ésta le dijo en su cabeza: "Éste vive. Cobrarás mucho"
Y así lo hizo. Ciertamente el paciente sanó inmediatamente, hasta saltó de la cama de alegría cuando apenas cinco minutos antes estaba sin fuerzas para moverse.
Damián logró una gran suma de dinero por ello y la voz comenzó a correr.

Los sucesivos pacientes a los que iba a visitar sanaban inmediatamente o a los pocos días, y todo después de que la Muerte apareciese a los pies de sus camas.

Damián se hizo famoso en todo el reino y se mudó a la capital, donde compró una casa que le sirvió de consulta. Pero no gastó casi nada en medicinas. No le hacía falta. Cuando quería simular que curaba a alguien, lanzaba polvos de raíces y daba dos palmadas al aire hasta que la Muerte hacía su aparición.
No obstante, la Muerte aparecía alguna vez en la cabecera de la cama, así que después de dar dos palmadas le comunicaba la triste noticia a la familia. Pero ocurrió en muy pocas ocasiones. Las suficientes como para que nadie le tomara por un brujo que siempre sanaba todas las enfermedades.
También cambió su forma de vestir, de hablar y empezó a acudir a reuniones y fiestas privadas organizadas por los más ricos habitantes de la nación.
La vida de Damián había cambiado totalmente gracias a su pacto con la Muerte. ¡Quién lo iba a decir!



Un buen día, Damián, que paseaba cerca del palacio Real, vio a una multitud reunida frente a un cartel enorme.
Abriéndose paso a empujones, consiguió llegar a leerlo.

- Vaya… la princesa está enferma. Se necesita médico para que la cure. Quien lo haga, podrá optar a casarse con ella.

A Damián no le cabía la alegría que experimentó en ese momento. ¡Él sería quien se casase con la princesa!
Era lo suficientemente famoso y rico como para que los Reyes le dejasen atender a la princesa. Seguro que lo conseguiría.

Pidió permiso y se anunció ante el castillo como el famoso médico Damián, que acudía a curar a la princesa.

Todo el mundo escuchaba expectante. Pocos eran los que no conocían a Damián y sus métodos milagrosos de curación.
Los guardias, tras preguntar a los reyes, le dejaron pasar.

Damián fue acompañado por varios soldados hasta el interior de la sala del trono, en la que estaban el Rey y la Reina, claramente angustiados, y la princesa, totalmente pálida, acostada en una lujosa cama, la más grande que Damián había visto nunca.

Se presentó con numerosas inclinaciones y respetos ante los Reyes y comenzó su ritual para curar: Cogió la muñeca de la princesa, echó los polvos por encima de ella y dio dos palmadas.

Esperó.

Y la Muerte no aparecía.

Damián empezó a impacientarse.  El Rey se acercó a preguntarle.

- ¿Ocurre algo? ¿Va todo bien?

- Eh… sí, sí claro. Sólo… espere un momento por favor. - dijo dando otras dos palmadas al aire.

Cuando ya parecía que la Muerte no iba a aparecer su voz apareció en su cabeza.

- "¡Eh! ¡Aquí arriba!"

Damián giró la cabeza hacia la cabecera de la cama y… allí estaba la Muerte, flotando y girando la guadaña entre sus esqueléticas manos. Un sudor frío recorrió su espalda. Susurrando, para que no lo oyeran los demás, le dijo a la Muerte:

- ¡Ah no! Bájate de ahí.

La Muerte negó con la cabeza.

- Lo siento. No puedo.

Damián se puso nervioso. Tenía que curarla como fuese. La princesa debía vivir.

El Rey advirtió su nerviosismo y volvió a preguntarle.

- Por favor… si ocurre algo malo… dínoslo.

Damián tuvo una idea entonces. Podría funcionar. Era su única posibilidad.

- Alteza. Llame a cuatro soldados fuertes. Los necesito.

El Rey, a pesar de no comprender nada, los hizo llamar. Damián se acercó a ellos y les susurró las órdenes.
Los soldados parecieron un poco desconcertados, pero hicieron caso y se movieron hacia los cuatro extremos de la cama de la princesa.

Damián dio dos palmadas y los soldados giraron la enorme cama, de manera que la Muerte quedó colocada sobre los pies de la cama y no sobre la cabecera.

- ¡Aaahh! ¿Qué has hecho? ¡No! ¡Noooo! -  gritó la Muerte, pero acto seguido desapareció.

Inmediatamente, la princesa recuperó el color normal y su respiración se normalizó.
Los Reyes sonrieron.

- ¡Está mejorando! - exclamó la Reina

- ¡Muchísimas gracias Damián! ¡La has curado! Si lo deseas, te ofrecemos su mano.

Damián estaba feliz. Había logrado burlar la norma de la Muerte. Se había comportado como un verdadero médico, buscando la solución a la enfermedad.
Pero entonces, vio a la Muerte llamarle desde detrás de una puerta.

- Psst. Psst. ¡Por aquí! Ven

Damián pidió permiso a los Reyes para marcharse un rato fingiendo que necesitaba ir al baño y fue con la Muerte.

- ¿Qué ocurre, Muerte?

- Calla. Tú sólo sígueme.

La Muerte le guió por larguísimos pasillos, cada vez más oscuros.

- ¿Adónde me llevas?

- ¡Silencio te he dicho!

Damián guardó silencio. Poco a poco, se fue dando cuenta de que los pasillos que estaban recorriendo ya no eran del palacio Real. Eran de piedra negra y muy fríos, iluminados simplemente con una tenue luz. De dónde venía esa luz?

Pronto lo descubrió: Velas. Velas enormes. Cirios largos, pequeños, algunos derretidos, de diferentes colores… pero tenían el tamaño de árboles.

La Muerte continuó guiándole por aquel bosque de velas hasta que se detuvieron frente a dos velas completamente diferentes: Una larga y otra a punto de extinguirse su llama.

- Mira estas velas.

- Son completamente diferentes. ¿Qué es todo esto, Muerte?

- Es el mundo de las Almas. El tamaño de las velas representa la duración de la vida de las personas. Esa tan larga te pertenecía a ti y la otra tan consumida a la princesa…

Damián observó detenidamente y cayó en la cuenta de lo que la Muerte le había dicho.

- ¿Pertenecía? - preguntó dudando

La Muerte emitió algo parecido a una risa.

- Exacto. Como cambiaste de posición la cama… yo he cambiado la vela de la princesa… por la tuya. ¡Jee jeee jee! – su risa sonaba como huesos que chocaban entre sí.

Damián no sabía qué hacer. ¿Qué había hecho la Muerte? ¡Había cambiado su vida, larga, por la de la princesa, a punto de morir!

- ¡Maldito! ¡Me engañaste!

- ¡No! Me engañaste tú. Y yo en tu lugar me ocuparía de evitar que la llama se apagase… jee jee jee. ¡Se te va apagar!

Damián se agachó en frente de la llama consumiéndose. La guardó con entre sus manos evitando que ninguna corriente de aire lo apagase… le quedaba muy poco… ya no había más mecha… se acababa…

Se apagó.

- ¿Lo ves? ¡Se ha apagado!

Y sacando su enorme guadaña, ejecutó un corte limpio sobre la vela más larga. Provocando que ésta cayera con gran estrépito al suelo.

Damián lo comprendió todo. No había salvado a la princesa. La Muerte no había cambiado las velas… simplemente le había engañado, al igual que él había intentado burlar sus normas.

El joven se sintió caer a un pozo sin fondo. A una espiral de oscuridad en la que sólo brillaban los diminutos ojos de la Muerte, y el macabro eco de su ósea carcajada.



7 oct 2010

La Maldición del Barón

Nunca estamos seguros de cómo vamos a ser juzgados por los demás cuando nuestras ambiciones rozan con lo prohibido. Lo que a otros les parece aberrante, a otros se les antoja lo más normal del mundo.
La codicia, el ansia de poder, nos pueden llegar a corromper fácilmente.
El arrepentimiento es la única manera de encontrar una salida cuando nuestros errores se encuentran incontrolables. Redimirse o ser condenado por nosotros mismos.

Éste es el tema de la primera historia que os traigo. La primera historia que conocí y que me encomendaron guardar. Ahora que el juramento ha pasado, la comparto con vosotros. Es la historia de la Maldición del Barón.


Hace mucho tiempo en tierras lejanas y ya olvidadas, gobernaba un sabio Rey, anciano y débil. Como veía que su mandato no iba a durar mucho y nunca tuvo un hijo, le dejó la mayor parte de sus bienes a Lucios Bon Faz, el hijo de su hermano, el Barón más importante del Reino, Arcos Bon Faz. El Rey pensaba que el hijo de Arcos era tan honorable como su padre, mas… cuán equivocado estaba.
Lucios era el hombre más atractivo del reino pero era una persona vil, déspota y cruel con sus vasallos. Siempre estaba metido en líos de faldas y tenía problemas con el juego. Durante años, Lucios hizo lo que le vino en gana con los poderes que se le habían otorgado. Hasta el punto de que utilizaba el mismísimo oro del Rey en sus apuestas de juego y en otros caprichos.

Llegó un día en el que sus galanterías enamoraron a la mismísima hija del Capitán General del ejército. Aquel amor no fue una casualidad. Bon Faz ansiaba desde hacía mucho el poder militar del reino. Después de anunciar su boda, Lucios habló con el Capitán para intentar que le otorgara parte del mandato del ejército. El Capitán conocía de sobra a Bon Faz por su mala fama, así que no le concedió ni un sólo soldado ni caballero de toda la guarnición. “De todas formas,- dijo el Capitán- eso no lo decido yo. Debe ser el Rey quien lo decida.”  Lucios Bon Faz era persona paciente, y decidió esperar a después de la boda. Y aunque Bon Faz hizo todo lo posible por convencer al Capitán, éste nunca cedió.

A raíz de todo esto, el Barón fue preparando un malvado plan como sólo los hombres sin corazón saben. Esperó el tiempo necesario para que el Capitán no sospechara cuáles eran sus intenciones. Y así pasaron dos años.
Lucios tuvo un hijo. A raíz de aquello, todos a su alrededor pudieron ver que cómo su carácter cruel e infame se transformó en uno agradable, incluso él se convirtió en alguien cortés y servicial. Nunca a nadie se le ocurrió pensar que todo era un ardid ingeniosamente trazado. Parecía que todos sus planes de grandeza y usurpación hubieran desaparecido, pero no.
 Un día, el Capitán fue a su casa a cenar con la familia. También acudieron otros cortesanos y los mejores guerreros al servicio del Capitán.  La velada fue fabulosa, a gusto de todos, con bailes y canciones. Los invitados quedaron encantados con el recibimiento que Lucios había tenido con todos. Mientras se iban los invitados, el Barón invitó al Capitán a una copa de su viña especial mientras su mujer acostaba al pequeño. En el momento en el que servía el vino en las copas, puso unas gotas de veneno en la del Capitán y cuando éste bebió, sufrió durante unos segundos espasmos fuertísimos y cayendo al suelo, murió.
Bon Faz sonrió ante el cadáver.
Ahora, por simple jerarquía, el ejército le pertenecería. Avisó a todos sus sirvientes aparentando estar preocupado y asustado. Poco después, uno de sus doctores personales dictaminó la muerte del Capitán por causa desconocida. Bon Faz se había ocupado personalmente de hacer desaparecer cualquier prueba que le pudiera inculpar. Aunque muchos lloraron la pérdida del Capitán, ninguno sospechó nunca del Barón.

El día en el que Lucios se atrevió a pedir el cargo de Capitán del ejército, el sabio Rey sospechó que lo hacía para aprovecharse de los poderes militares. Con lo cual, no cedió a entregarle los títulos al Barón. Fue entonces cuando la ira de Lucios se vio disparada. Juró a sus adentros vengarse de aquella ofensa de cualquier modo.


La ocasión llegó el día en el que había fiesta en el reino y el Rey y la Corte salían a ver el teatro, a dar un paseo por el mercado… Entre toda la multitud allí agolpada estaba el Barón encapuchado y con una flecha tensada ya en el arco. Cuando tuvo al Rey a tiro, soltó la cuerda, la flecha salió disparada al cuello y el soberano murió en el acto. Nadie supo quién había lanzado aquella flecha y nadie vio al Barón huir corriendo despavorido entre la gente. Pero el caso es que su venganza se vio cumplida.

            El reino entero estuvo de luto durante semanas enteras, recordando a su Rey.  Mientras tanto, los mayores regidores después del Rey debatían sobre quién sería el heredero del trono. Entonces, todos pensaron que Bon Faz haría lo posible por hacerse con el mandato del reino, pero sorprendió a todos diciendo: “No, ese no es mi deseo. El Rey habría querido a otro en su lugar. Lo único que pido es el poder militar del reino."
El Barón estuvo por fin satisfecho con su trabajo. Ahora tendría la posibilidad de regir con mano dura a los rebeldes, ladrones y demás chusma que tanto odiaba y que nadie parecía preocupado por eliminar.

Pero una noche, en sueños, le visitó el fantasma de su padre, el buen Arcos Bon Faz. “¿Por qué mataste al Rey y al Capitán? Hijo, me has deshonrado. Estoy horriblemente avergonzado de ti. ¿Tan poca compasión tienes, que ni dejas descansar en paz a tu padre? Gracias a mí has tenido todo lo que posees, ¿y así me lo agradeces? Asesinando, mintiendo y viviendo del pecado.”
Lucios no sabía qué decir. Pero cuando el fantasma de Arcos desapareció, le relevaron los fantasmas del Rey y del Capitán.
“Tú nos mataste. Sufre ahora las consecuencias. Adoras más las cosas materiales que las inmateriales. Y a nosotros nos quitaste lo que más amábamos: la vida. ¡Pues nosotros te quitaremos a ti lo que más adoras! ¡El respeto, el poder, la gloria, tu rostro encantador! ¡Te maldecimos por siempre!”
Lucios quiso gritar. Pero no podía. En los sueños nadie puede gritar. Sólo que aquello  fue un mal sueño. Cuando despertó y se miró al espejo, vio un rostro amorfo, con un ojo lechoso, muerto, no podía andar recto y su piel estaba arrugada y medio podrida.
En cuanto la gente le veía, huía, gritaba… su propia mujer le rechazó inmediatamente, creyendo que aquel monstruo era el asesino que se había llevado a Lucios. Nadie le reconocía. Automáticamente, al que habían proclamado nuevo Rey, dio sus poderes a otros y mandó encarcelar a Lucios.

Desesperado, Lucios rogaba que le soltasen, decía que él era el verdadero Bon Faz, pese a que ese apellido no se parecía a la realidad ya que ahora su rostro estaba completamente amorfo.
Una noche  en la celda, Lucios volvió a soñar con su padre. Pero no parecía enfadado ni con ganas de echarle otra maldición.
- “Hijo mío.  He visto tu sufrimiento. Y sufro contigo. Pero la maldición que vives no puedo remediarla. Deberás seguir con tu aspecto por siempre. Sin embargo, te perdono. Contarás con mi apoyo siempre desde el Otro Lado.”
- “Pero me van a ajusticiar. Dentro de dos días me ahorcarán en la plaza” – contestó Lucios. El buen Arcos Bon Faz meditó unos instantes.
- “Entonces te dejaré huir. Puedes hacer el bien, ¿sabes? Hay mucha gente necesitada por el mundo. Precisamente esos a los que querías erradicar, los ladrones, los mendigos, son los que más necesitan ayuda. Te dejaré libre, pero lo que hagas depende de ti. Adiós hijo, espero que todo te vaya bien.”
Lucios agradeció eternamente aquella muestra de cariño a su padre y volvió a despertar. Sólo que apareció en un bosquecillo, lejos de la cárcel y de la ciudad. Allí encontró una abadía de monjes muy amables que le permitieron vivir y alimentarse pese a su aspecto monstruoso. Se encomendó a Dios cientos de veces y siguió el consejo que los monjes le proporcionaban.
Una mañana, se despidió de todos ellos y fue por muchas aldeas ayudando a la gente, socorriendo enfermos y devolviendo al buen camino a los asesinos y ladrones de aquellos lugares. Los rumores de un hombre encapuchado y con rostro amorfo pero de buen corazón, corrieron rápidamente por todo el reino pero nadie se volvió a acordar de aquel ser que supuestamente había asesinado a Bon Faz.

A mis oídos llegó hace poco esta noticia. Y doy fe de que es cierta, pues yo la recibí de boca del mismísimo Lucios Bon Faz y la completé con información de los monjes que le acogieron.
Recordad siempre esta historia, pues está escrita para aprender de ella. Y si necesitáis consuelo, o estáis perdidos por el mundo, seguramente Bon Faz salga a vuestro encuentro y os dé sabios consejos para continuar con vuestra vida, el tesoro más importante que poseemos todos y cada uno de nosotros.