9 jun 2011

El Mono que escupía fuego por la cabeza

El capitán Shark  pasaba la tarde en la taberna de La Gaviota Plateada, sentado en su sitio de siempre, en la esquina junto al fuego. Estaba cabizbajo, con su casaca de marino y su gorro de capitán depositados en una silla. Bebía a ligeros sorbos un licor fuerte, sin pronunciar ninguna maldición, ni amedrentando a nadie que pasase por su lado.



Cualquiera diría que aquel no era el temible pero honorable Shark del cual se contaban innumerables historias a lo largo de Puerto Abril. Ciertamente, parecía que algo en él había cambiado.



Puede que fuera por eso por lo que me costó tanto reconocerlo cuando entré allí.



Desde que di a conocer su aventura más legendaria, conocida bajo el título de “El secreto del Pez Linterna”, su fama había crecido a ritmo exponencial. Quizá aquello no le había sentado del todo bien, pues a los pocos días de que la historia se hiciese pública, me llegó una carta firmada por Anne Lynch, la pirata cazarrecompensas (y actual pareja de Shark) que me pedía cuanto antes acudir a Puerto Abril para recoger algo que el propio Alfred tenía para mi. No me lo pensé dos veces.



Una vez allí, tras un viaje largo y con pocos descansos, me encontraba frente a uno de mis protagonistas favoritos… sin saber qué decir. La verdad, me esperaba encontrar un Shark vociferador, imponente, haciendo alguna de las suyas en la taberna o en el puerto. También conté con la posibilidad de que hubiese partido en alguna travesía y me viese obligado a esperar su regreso… pero nunca esperaba encontrarme un viejo pirata cansado, encorvado y con la mirada perdida en las leves brasas de la chimenea.



Me acerqué a él con clara intención de hablar. No pareció inmutarse.

Cogí una silla vacía y me senté a su lado sin mediar palabra. Ni apartó la vista.

Carraspeé. Ni caso.



Ya iba a darme por vencido cuando de repente:





-Suele ser de buena educación quitarse el sombrero en lugares cerrados – dijo Shark con una voz tan áspera que parecía que le hubiesen lijado la garganta.





Con los nervios y la emoción de todo el asunto, se me había olvidado por completo que llevaba todavía puesto encima el sombrero de ala ancha que siempre uso para pasar desapercibido. Podréis pensar que un Cronista no necesita pasar desapercibido pero… eso es otra historia.



De repente, me fijé que Shark me estaba mirando fijamente, con esos ojos cargados de furia, como el mar embravecido cuando rompe contra los arrecifes. De la misma manera me golpeó con su mirada. Inmediatamente, me quité el sombrero, dejándolo en mi regazo.



Aquello calmó ligeramente al capitán, que volvió a pegar un ligero sorbo de su licor.



Como no siguió hablando, me decidí a arrancar por mi cuenta.





-Capitán… este, Señor, recibí una carta de parte de Anne Lynch diciéndome que usted tenía algo para mí. He venido todo lo deprisa que he podido pero por lo que veo… no está usted en condiciones de recib…





-¡Que sí, que sí, demonios! – saltó de repente. - ¡Deja de andarte con tanto respeto diantres! Sé de que calaña estás hecho, Cronista, te conozco muy bien. Más de lo que te gustaría.





Aquello me pilló por sorpresa. Tanto su repentino despertar como su aparente conocimiento de mi persona.





-Tengo algo para ti, sí – dijo, sin darme tiempo a replicarle siquiera – Se trata de una historia. Una historia que me ha hecho pensar, Cronista, de esas que te hacen plantearte una vida dedicada al robo, la bebida y el amor por el mar adusto.



Aquello ya me convenció del todo. Estaba claro que era una historia que le había preocupado de sobremanera al capitán y por eso se encontraba tan pensativo, nada más. Pero esperaba que su amada, la pirata Anne Lynch, no estuviese involucrada en aquel repentino cambio de mentalidad.





-¿No se olvida de algo? – intervine. Shark arqueó una ceja. - ¿Su amor por Ann?





-¡Ja! –rió. - ¡Ella es la que me ama! ¡Yo solo obedezco órdenes! Para mí, ¡ella es la capitana que gobierna mi corazón! Sin ella, navegaría sin rumbo por esta vida llena bucaneros y corsarios… -se acercó a mi, colocando una mano al lado de la boca - … pero no se lo digas a mi tripulación, ¡… o me rajarán vivo! ¿Eh? ¡Ja ja ja ja!





Seguimos conversando un poco más, bebiendo un extraño y fuerte licor de piratas cuyo nombre no recuerdo muy bien, pero que me obligaba a respirar hondo con cada trago que daba. Al cabo de un rato, Shark pudo ver que me encontraba ansioso por conocer aquella historia que me había prometido. No se demoró mucho más y, tras carraspear un par de veces, comenzó su relato.





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En nuestro último viaje, llegamos a una isla desconocida que no aparecía en los mapas. Sólo se sabían historias y rumores de que en el interior de la montaña que gobierna el centro de aquel pedazo de tierra, se podían encontrar diamantes del tamaño de cabezas humanas. Con aquella promesa de encontrar el tesoro de nuestras vidas, desembarcamos en una playa de arena gris. 



El lugar estaba silencioso. Hicimos un rápido reconocimiento de la zona y no vimos nada ni nadie. No había rastro de ningún tipo de vida. De hecho, había incluso pocas plantas. El ambiente estaba como cargado. Aún así, como no vimos señal de peligro, unos pocos hombres y yo cargamos con las herramientas de excavación y subimos hacia la montaña.

El terreno era muy elevado y escarpado, por lo que nos vimos obligados a ir por sendas naturales algo más practicables. Claro que, poco a poco nos dimos cuenta de que aquellas sendas no eran tan naturales como creíamos… algunas habían estado claramente transitadas.

A los demás hombres les llamaba la atención el encontrar estos senderos y ningún hombre por la zona pero a mi me seguía escamando aquel ambiente enrarecido, esa arena gris que abundaba en los bordes de los senderos y la escasa vegetación allá donde mirásemos.



Siguiendo aquellos caminos, llegamos a la mitad de la montaña, en un extenso claro, y al fin, vimos rastros de humanidad… o bueno, de lo que quedaba de ella.



Eran los restos de un antiguo poblado. Sólo había quedado en su sitio alguna casa de piedra y alguna cerca que imaginamos sería para animales. De hombres, ni rastro.

¿Qué había ocurrido allí?



La curiosidad pudo con nosotros y decidimos examinar las calles de aquel poblado. Todo estaba destruido, quemado. Algunos restos permanecían aún humeantes.



“Una guerra entre tribus” – dijo uno 



“Otros piratas sanguinarios que no sólo se llevaron los diamantes, sino que saquearon a los pobres indígenas” – supuso otro.



“Pero, ¿cómo iban a destruir todo esto unos piratas? ¿Quién iba a ser tan inmoral de asesinar a toda una aldea de salvajes?”



No veíamos nada que respondiese a nuestras dudas. Pero entonces, me fijé en una choza construida unos metros por encima del poblado y que aún permanecía intacta. Me dirigí instintivamente hacia allí.



La base de la choza era de roca gris y rojiza; las paredes, de adobe y cañas; el tejado, de hojas de palma amarillentas y secas. No había puerta, sólo una cortina de hilos y huesecillos y piedras entrelazados.

Pasé a través de ella, realizando un leve tintineo. El interior estaba muy, muy oscuro, por lo que tuve que esperar a que mis ojos se acostumbrasen al lugar durante unos segundos. Cuando ya pude ver el interior, totalmente vacío, me di la vuelta para irme, pero algo agarró los bajos de mi casaca. Asustado, desenfundé mi arma y miré qué era lo que me atenazaba allí, pero mi asombro fue a mayores cuando vi que, lo que me había agarrado, era un hombre.



Por su aspecto, pude jurar que se trataba de un indígena del poblado, un superviviente, pensé. Y además supuse, que por su pelo largo y aspecto raquítico, se trataba del anciano de la tribu.



Me agaché cerca de él. Claramente quería decirme algo y yo tenía curiosidad por saber que hacía él allí y qué había pasado con toda su gente.





-Ya no queda nada. Marchaos. – curiosamente, hablaba mi idioma.





- He visto el poblado, pero no hemos venido a por vosotros, sólo queríamos saber dónde encontrar los diamantes de la montaña.





El Anciano abrió mucho los ojos, mirándome con una mezcla de temor y desprecio. Adiviné que era aquello por lo que quería que nos fuésemos.





- Todos iguales. Todos equivocados. Sombras ocultas que se nos llevan todo y nos matan… - dijo mirándome fijamente. Aquel hombre me asustaba un poco, pero yo tenía intención de llegar hasta el fondo de todo.





- Venerable Anciano, no hemos venido a desearos mal a vuestra gente…





- ¡Ya no queda mi gente! ¡A todos se los llevó Mono!





Por un momento pensé si no estaría desvariando, pero aquel viejo solitario me olía que sabía lo que había ocurrido allí. 





- Quiere usted decir, ¿que murieron todos los de su tribu? ¿Por qué?





El Anciano bajó la mirada. No supe distinguir si estaría enfermo de verdad, pero parecía que le costaba respirar. Levantó la mirada y  volvió a clavar sus viejos y descoloridos ojos en los míos. Supe entonces, que me iba a contar la verdad sobre aquel lugar







<< Vinieron. Otros, antes que tú. La Gente Extraña, venía y se alejaba. Yo los veía, oscuros, ocultos a nuestros ojos. Nos evitaban, no querían que supiésemos que estaban allí. Aunque yo les vigilaba atento. Pero no hacían nada.



Nosotros estábamos protegidos por nuestro gran protector. Nuestro guardián: Mono.


Mono dormía en el interior de la montaña y era, durante la noche, cuando le sentíamos despertar en nuestro interior. Gracias a Mono podíamos vivir en armonía. Durante la noche, él nos hablaba y nos mostraba cosas para que fuéramos felices y por las mañanas, las poníamos en práctica. No nos hacía falta nada más en esta vida.



Pero a la Gente Extraña no les fue revelado nunca Mono. Ellos vivían durante la noche y dormían por el día, por eso no podían vivir de la sabiduría de Mono.



Lo único que les llamaba la atención en esta vida eran las cosas brillantes. Cosas con las que enriquecerse. Encontraron algo brillante en una cueva de la montaña y les gustó mucho. Aquellas rocas brillantes y bonitas eran lo que más valoraban. Buscaron más y encontraron cada vez piedras más grandes.



Llegó un momento en el que la Gente Extraña quiso todas las piedras brillantes que había en la montaña y comenzaron a cavar. Como era bajo tierra, jamás se iban a dormir, por lo que cavaban de día y de noche.



Nunca nos habríamos enterado de esto si no hubiese sido porque a cada noche que pasaba, notábamos como Mono estaba más agitado cada vez. Nuestro descanso era peor y las imágenes que nuestro guardián nos mostraba, cada vez más extrañas. Teníamos miedo. Empezamos a temer que Mono hubiese dejado de querernos. Es más, temíamos que Mono se despertase. Nunca nadie había visto a Mono despierto, pero nos daba demasiado miedo dormir.





Al final, ya no podíamos dormir. Oíamos a Mono gritar en nuestra cabeza, rugía y se agitaba. Nuestra apacible vida se convirtió en un infierno.



Pero la Gente Extraña no paraba de cavar cada vez más y más hondo.



Una mañana, unas corrientes de aire muy frío entraron en la montaña y un temblor se inició entonces.



El temblor se hizo cada vez más y más grande.



La Gente Extraña intentó huir, pero como no querían dejar atrás sus queridos cristales, murió aplastada por las rocas que cayeron sobre ellos.



De pronto, un rugido que creció más y más hasta dejarnos sordos.



No hubo gritos.



No hubo tiempo.



Mono por fin había hablado.



Sólo hubo fuego.



Y después…



…nada. >>









El capitán terminó de hablar con un largo suspiro.



Parecía que se había liberado de una enorme carga.



-Esa es la historia que necesitaba contarte, Cronista. ¿Has tomado nota?



-Palabra por palabra. - le dije sonriendo.



De todas formas, aún me picaba la curiosidad...



-Capitán Shark... ¿qué hicieron usted y sus hombres después de aquello?



-Dejamos al anciano allí. Quería que nos fuésemos, quería morir en paz. Nunca supimos cómo se llamaba esa tribu ni quiénes fueron la Gente Extaña que hacía mención pero...



El pirata se levantó de la silla y rebuscó entre los bolsillos de su casaca. Lo que me mostró me dejó alucinado y durante unos segundos no pude articular palabra alguna.



Era un diamante enorme. Abarcaba toda la manaza del pirata y era brillante como pocas cosas había visto antes. La luz del fuego de la chimenea producía en su interior cristalino reflejos de tonos caprichosos.



-Toma, quédatelo. - me dijo ofreciéndome la piedra.



Agité la cabeza, incrédulo.



-En serio... no, no hace falta...



Pero me miró con el ceño fruncido y volvió a ofrecerme la piedra, bueno, casi me la mete por la nariz.



-¡Que aceptes diablos! ¡Así tendrás algo con lo que demostrar que eso que cuentas es verdad!



No quise reprocharle más. Acepté el diamante y me lo guardé. Recojí mi cuaderno de notas y me volví a poner el sombrero de ala ancha.



-Esto demuestra que es cierto lo que dicen. - dije, mientras me marchaba de la oscura taberna.



-¿Qué dicen?



-Que todas las leyendas tienen algo de cierto.



Y nos despedimos con una simple mirada. No sería la última vez que me cruzase con el Capitán Shark.



Al menos, eso esperaba.